El Sitio y la Defensa de Paysandu
Sobre el Sitio de Paysandu de 1864 - 65 por parte del Gral. Flores y el Ejercito Brasileño contra apenas 1100 heroicos defensores al mando del Gral Leandro Gomez, resistiendo mas de un mes a un ejercito de 20000 hombres y cañones, en uno de los actos mas valientes de la historia sudamericana
viernes, agosto 08, 2008
domingo, agosto 03, 2008
miércoles, julio 16, 2008
Libro Recuerdos de Paysandu de Orlando Rivero
RECUERDOS DE PAYSANDU
Orlando Rivero
"...volví a este pueblo olvidado tratando de recomponer con tantas astillas dispersas el espejo roto de la memoria".
Gabriel García Márquez
"Crónica de una muerte anunciada"
La heroica defensa de Paysandú
Durante el ciclo escolar en brevísimos pasajes se aborda el tema, en Secundaria está introducido en el programa de historia nacional, con esta entrega queremos poner al alcance de todos una versión oficial, escrita por un protagonista directo de la defensa de Paysandú en los años 1864 - 1865.
Un acontecimiento que escapa a la realidad nacional, para transformarse en importantísimo episodio regional e internacional.
En el puerto sanducero estuvieron presentes fragatas de varios países, como testigos y observadores de un episodio que se transformaría en el preámbulo de la trágica "Guerra contra el Paraguay" donde las oligarquías gobernantes del Río de la Plata y Brasil aniquilaron y desbastaron al país más próspero de la región, hundiéndolo en la ruina e ignorancia que no le permitió desarrollarse hasta nuestro tiempo.
Con esta entrega apostamos por continuar reinterpretando la gesta de Paysandú, un hecho que se coloca por encima de divisas partidarias, rescatando la defensa de valores como la dignidad, la justicia, la defensa de la soberanía y la patria.
Un puñado de héroes comandados por el General Leandro Gómez, durante treinta y tres días ofrecieron resistencia a las fuerzas de Venancio Flores y la potencia de la marina y ejército de Brasil.
El ingenio, la valentía, la convicción de lucha por una causa justa, hicieron posible que el débil se vuelva fuerte y las frágiles trincheras y murallas, impenetrables.
RECUERDOS DE PAYSANDU
Orlando Rivero
Después del transcurso de un tiempo que abarca más de veinte y ocho años, se me ha ocurrido consignar algunos breves apuntes de los episodios de la Defensa de Paysandú, en la cual fui actor.
No es mi propósito el de que sean algún día publicados, porque su redacción será incorrecta a causa de mi falta de preparación para escribir algo cuya lectura pudiera interesar. Lo que consigne, no será más que la reminiscencia de una etapa de los primeros años de mi vida; donde el destino me llevo a ocupar un puesto de un hecho que la historia ha consignado ya como una de las glorias de mi patria.
Cuando se pasan los diez lustros de existencia, la imaginación recorre aquellos sucesos que han quedado más impresos en ella con relación a las emociones recibidas; -y por cierto que aquéllas fueron de las que no se olvidan mientras conserve la facultad del pensamiento.
También estos recuerdos encierran cierta vanidad del ciudadano que cree haber cumplido con su deberes para con la patria, defendiendo los principios políticos a que estaba afiliado.
El tiempo y los sucesos que se han desarrollado después de aquel luctuoso hecho de guerra, han traído el convencimiento de la justicia de la cusa que defendían, hasta de los mismos que en aquella época la combatían.
Como estos apuntes se refieren en una gran parte a hechos personales, son dedicados puramente para mis hijos, que aún son niños.
Pienso que pueden servirles como lección en el cumplimiento de sus deberes para con su patria, -si fatalmente tienen algún día que contribuir con el contingente de su sangre a al defensa de su integridad, de su honor e instituciones.
Buenos Aires, 20 de mayo de 1893
Capitulo 1
Eran los primeros días del mes de diciembre del año 1864. La ciudad de Paysandú estaba convertida en plaza fuerte. Hacía más de un año que era continuamente amenazada con las apariciones del ejercito revolucionario que comandaba el General don Venancio Flores, -con el que día a día, manteníamos pequeñas escaramuzas, pero que, a excepción de una salida al puerto efectuada el 8 de enero del mismo año, para proteger el desembarco de un pequeño contingente de infantería que mandó el Coronel don Juan Lenguas en dos lanchones desde el Salto, ningún otro hecho llegó a tener mayor importancia.
El puerto estaba, bloqueado por la escuadra brasilera, que se componía de cinco buques al mando del Almirante Tamandaré; pero esta escuadra sólo se concretaba a impedir que la plaza pudiera recibir auxilios de guerra. Fuera de esto, no nos había sido mayormente hostil hasta la fecha.
Nuestro brillante jefe, el General don Leandro Gómez, con ese espíritu incansable que lo distinguía, mantenía con disciplina y entusiasmo admirable, a las tropas que guarnecían la plaza.
Jamás hubo vigilancia de cuartel en los pequeños cuerpos que la componían, por temor deque los soldados abandonasen sus filas.
Había entre todos el convencimiento del ineludible deber que teníamos que cumplir.
El compañerismo entre los jefes, oficiales y soldados era innato; -todos nos conocíamos;- todos éramos amigos;- todos nos ofrecíamos, ya fuera para ayudarnos en actos de servicio, como para desempeñar comisiones aunque fuesen de carácter arriesgado.
Estaba sentado como principio, que cualquiera comisión, por peligrosa que fuese, era desempeñada voluntariamente por la Guardia Nacional, brazo fuerte y consciente de aquella memorable defensa. El General Leandro Gómez llamaba al jefe u oficial que él creía más apto para desempeñarla. Este, después de recibir las órdenes del caso se dirigía casi siempre al cuartel de la Guardia Nacional, pedía la formación de la compañía que estaba de cuartel y, dirigiéndose a ella, les decía: "Necesito tantos hombres para una comisión arriesgada; los que quieran acompañarme, avancen cuatro pasos al frente". No hubo ejemplo de que hubiese que elegirlos, porque la compañía que se encontraba en formación, toda avanzaba.
Tal era el espíritu de bravura y pundonor que el General Gómez había sabido imprimir en el espíritu de los soldados que comandaba. Con sus proclamas, sus arengas sus visitas a las guardias, los cuarteles, las avanzadas; en fin, en todas partes y a todas horas donde estaban apostados sus soldados, los retemplaba.
La línea de atrincheramiento de la plaza abarcaba una zona de seis cuadras de Este a Oeste y dos cuadras de Norte a Sud. Las trincheras en las bocacalles de tres metros de profundidad por otro tanto ancho eran construidas de ladrillo sentado en barro, con una zanja exterior.
Las entradas principales al radio fortificado eran extremos de la calle 18 de Julio, cerradas por un portón de fierro y un puente levadizo por medio de rondanas, cuyo puente se mantenía echado sobre la zanja.
Tres trincheras, en forma de semicírculo, estaban situadas: una en calle 18 de Julio extremo Oeste; otra, en la calle 8 de Octubre y Montevideo, esquina de la Jefatura de Policía, y la otra, en la misma calle 8 de octubre y Monte Caseros, frente al Hospital, según el croquis anexo a estos apuntes.
Las demás eran rectas. Como la zona que abarcaba y cerraba el atrincheramiento había muchos cercos de pared, estos habían sido aspillerados, pero sin oponer más resistencia que el simple muro.
Se habían construido en el extremo Este-Sud de la plaza principal un torreón de ladrillo y cal, al que se subía por una explanada que lo bordeaba por el costado Norte y Oeste, cuyo torreón estaba artillado con tres piezas antiguas de fierro. 2 de calibre 8 y una 6. La bautizó el General Gómez con el nombre de "Baluarte de la Ley".
En la parte baja de esta batería estaba la cuadra de los artilleros y debajo de la explanada se había situado uno de los polvorines que tenía la plaza.
La batería estaba bajo el mando del Teniente Coronel don Juan M. Braga, y jefe del polvorín era el Capitán don Ladislao Gadea.
La guarnición de la plaza la componían entre todos novecientos y pico de hombres (no recuerdo el número exacto, pero creo que no alcanzaban a novecientos cincuenta hombres), y se descomponían más o menos así: -Dos compañías del lo de Cazadores, mandadas por el Sargento Mayor don Belisario Estorba. Una compañía del 2" de Cazadores, que estaba al mando del Capitán don Adolfo Areta. La Compañía Urbana de la plaza, mandada por el Jefe Político don Pedro Ribero. La Guardia Nacional de infantería de la ciudad, que no alcanzaba a 200 hombres, mandada por el Comandante
don Federico Aberasturi; un pequeño destacamento de artillería volante, mandado por el Capitán don Federico Fernández; un escuadrón de Guardias Nacionales de caballería desmontada, mandado por el Coronel Emilio Raña; unos 100 hombres Guardias Nacionales de caballería e infantería que pertenecían al departamento de Tacuarembó, mandados por el Coronel don Tristán Azambuya, y un pequeño contingente también de Guardias Nacionales, que se incorporaron a la plaza con el Comandante don Juan M. Braga, jefe político de Mercedes.
La artillería se componía de 3 piezas de bronce, 2 de calibre 4 y 1 de 9. Dos colizas de fierro de 6 con las que estaban artillado el vapor "Villa de Salto", cuyo buque, al mando de Pedro Ribero después de haber forzado el bloqueo desde el puerto de Salto, el día 7 de setiembre de este año, contra toda la Escuadra Brasileña que estaba apostada en el Río Uruguay, fue quemado en el puerto de Paysandú por orden del General Gómez, para que no fuese presa del enemigo (1). Dos carronadas viejas de fierro calibre 8, que el Coronel Masa mandó de Montevideo en carácter de obsequio a la plaza, y dos cañones más de fierro, calibre 6, que no sé de donde se trajeron.
Lo que recuerdo es que los montajes se improvisaron como se pudo, y que a los primeros tiros, unos reventaron y otros rompieron sus cureñas a al altura del tornillo de la graduación de la puntería, porque no se había calculado bien las distancias donde debían quedar aquellos, con relación al retroceso de las piezas.
Estos eran los elementos de guerra y defensa con que contaba la plaza para repeler cualquier ataque que llevan sobre ella las fuerzas que nos tenían sitiados y bloqueados.
(1) Este hecho ocurrió así: Entre las medidas adoptadas por los Gobiernos Brasilero y Argentino para obstaculizar a la República y tomar cualquier causa como pretexto de hostilidades, antes de declarar bloqueadas las costas orientales, pidieron el desarme del "Villa del Salto", único barquito con que contaba el Gobierno Oriental. No habiendo sida atendida tal intimidación y como la escuadra brasilera ocupaba el Río de la Plata, se mandó al "Villa del Salto" al puerto de Salto. Entonces sin más causa, se declaró el bloqueo de las costas orientales, pero sin cometer mayores hostilidades con actos de guerra.
Para el Brasil se declarase de un modo ostensible, el General Gómez ordenó al comandante del "Villa del Salto" que lo era un Capitán Erausquin, bajarse el río hasta el Puerto de Paysandú.
El referido comandante era un hombre anciano y timorato; la guarnición del buque que se componía de elementos heterogéneos, estaba desmoralizada y no acató la orden que había recibido. Salió del puerto de Salto y se guareció en concordia, temeroso de que los buques brasileros fueran a atacarlo en su apostadero.
Esto sucedía fines del mes de agosto del año de zozobras para los orientales que defendían el honor de la patria.
El entonces Capitán de la Guardia Nacional Pedro Ribero, concurrió en actos de servicio a la Comandancia Militar, y oyendo expresarse al General Gómez con todo el desagrado consiguiente porque el comandante del "Villa del Salto" no cumplía la orden que se le había dado, aduciendo que lo iban a echar a pique y que no era posible contrarrestar el poder enemigo, - este le expuso: " Señor General: si V. E. consiente, yo me comprometo a traer al "Villa de Salto", al puerto de Paysandú, y si no lo consigo, será porque el enemigo lo echado a pique". A tal expresión de entereza del subalterno y del amigo el General Leandro Gómez le contestó: "Rasgos de esta naturaleza solo pueden expresarse de grandes patriotas; disponga, Capitán Ribero
de lo que crea necesario, y parta cuanto antes a este puerto si es posible, y sino que lo echen a pique.
Desde este momento, Pedro Ribero, empezó a hacer los aprestos de su arriesgada expedición; nombró su segundo al Teniente Lizardo sierra quien tenía algunos conocimientos de navegación en el Río Uruguay. Concurrió, como de costumbre, al cuartel de la Guardia Nacional donde, después de hacer formar su compañía, les dijo que necesitaba catorce hombres para una comisión arriesgadísima, donde no sería difícil quedarse algunos o muchos de ellos. Todos querían salir, por cuyo motivo se vio la necesidad de elegirlos. Se les vistió de particular y se les proveyó, como única arma, de grandes facones, para hacer las veces de machetes de abordaje.
Una vez prontos, marcharon al puerto para embarcarse en el vapor de la carrera de "Salto", cuyo agente en Paysandú era quien esto escribe. Como de costumbre a la llegada del vapor concurría al puerto para despacharlo. Ignoraba de tal expedición, y no fue poca mi sorpresa cuando mi hermano Pedro me pidió pasajes para él y sus compañeros con destino a Salto. Al preguntarle que iba a hacer, me contesto simplemente: -"a una comisión", sin decirme cual era. El día 7 de setiembre, de 2 y 112 a 3 p.m., vi movimiento en el Torreón, desde nuestra casa de comercio, que estabas situada a su frente calle por medio; corrí a un galpón de maderas, el cual tenía un tragaluz en la parte más alta de su techo y del cual se dominaba el río; de allí vi bajar al " Villa del Salto" cuando enfrentaba al Saladero Quemado, hoy "nuevo Paysandú" algo más abajo estaba la corbeta brasilera "Jaquitinhonha", empavesada por ser aquel día aniversario de
la independencia del Brasil; observé que apresuradamente caían al centro del buque las banderas y cuando pasaba por un costado el "Villa del Salto7' le hicieron un tiro de cañón; este contestó con otro y una descarga de fusilería; después de hacerlo viró a bordo e hizo otro disparo de cañón. El buque brasilero le dirigió dos o tres tiros más de cañón, pero no dio ninguno en el blanco: por estar fondeado el buque brasilero, sin duda no pudo maniobrar bien.
Momentos después, el "Villa del Salto", llegaba al puerto. El General Gómez con sus ayudantes se había dirigido a él; encontrándose allí, cuando llegó el vapor ordenó que embicase en la playa, y aceleradamente se le extrajeron los dos cañones que lo artillaban, la bandera, los almohadones de los sofás, vajilla y todo lo suficiente de extraer con rapidez; y enseguida fue rociado con kerosene y se le dio fuego. Cuando el que escribe esto llegó al puerto, ya el buque era presa de las llamas; los generales Gómez y Píriz y otros jefes habían ido al puerto a recibir a los expedicionarios, volvían a la ciudad conjuntamente con el jefe del extinguido buque y sus tripulantes; -dos de estos últimos llevaban la bandera de popa con su asta; aquella había sido clavada en ésta a la partida del puerto de Salto; y sin duda no encontraron otro medio más fácil para extraerla.
La Escuadra Brasilera se había puesto en movimiento, en persecución del "Villa del Salto" y en aquel momento se encontraba toda ella en el puerto, en el canal, contemplando el espectáculo imponente del incendio de aquel vaporcito que los había burlado.
Los buques brasileros estaban escalonados en el río Uruguay, desde las proximidades de Salto hasta Paysandú. Después de haberse hecho cargo del vapor, el Capitán Ribero cambió su personal de mando, que estaba desmoralizado, llevó el caporal puerto de Salto, y después de aparejarlo, como él creyó conveniente, arengó a sus tripulantes y se puso en marcha el 6 de setiembre, a las 4 p.m., aguas abajo. Fondeó en la embocadura del Río Daymán, y al día siguiente, a las 7 de la mañana, continuó su marcha aguas abajo.
El Uruguay se encontraba bastante crecido, lo que facilitó al "Villa del Salto", recostarse a la costa entrerriana. Cuando enfrentaron al primer buque brasilero, su comandante subió al castillo de proa, y vivando al Gobierno de la República, pasaron sin que los brasileros hicieran ninguna demostración hostil, ni tampoco le indicaron parase su marcha. Así pasaron los demás buques apostados en el río, repitiendo las mismas demostraciones hasta enfrentar a la "Jaquintinhonha", buque almirante, que fue el que trató de hostilizarlos, sin resultado.
(1) Este valiente oriental reside en Concordia, fue mi compañero y amigo en la campaña de Aparicio en 1870, desde que se levantó el sitio de Montevideo hasta la paz de Abril.
Capitulo 2.
Respondiendo la pacto de alianza que había hecho el General Flores con el gobierno del Brasil, para cambiar la situación política de la República Oriental, derribando al Presidente provisorio de ella, que lo era son Atanasio Aguirre, había invadido el territorio un ejercito brasilero de 10.000 hombres, compuesto de las tres armas, infantería, artillería y caballería, al mando del mariscal Mena Barreto; cuyo ejército, una vez que traspuso la frontera, se dirigió a la ciudad de Paysandú con el objetivo de rendir la plaza en combinación con el ejercito revolucionario comandado por el General Flores, que se componía alrededor de 2.000 hombres, en su mayor parte de caballería, y cuatro piezas de artillería rayadas, que en aquella época eran las más modernas.
Además, un batallón de marina de desembarco, compuesto de 600 plazas, que estaba a bordo de la escuadra que bloqueaba el puerto.
El General Gómez, cuando tuvo conocimiento de la invasión del ejercito brasilero al territorio oriental, supo a la vez, que éste se dirigía a Paysandú y no contando con los elementos suficientes para resistir a fuerzas combinadas tan poderosas contra quienes tendría que combatir, pidió protección al Gobierno Central, pensando a la vez abandonar la plaza y abrirse paso entre ejércitos enemigos con dirección a Montevideo, en el caso de no obtener protección y auxilios.
Aún cuando este último no trascendió sino de un modo vago entre la oficialidad de la guarnición, tuve yo conocimiento exacto de lo que se proyectaba, porque el Jefe Político Pedro Ribero, mi hermano me dijo, en carácter reservado, días después de los primeros ataques que sufrió la plaza por las fuerzas sitiadoras: "Ve el medio de aprontarte un recado y poncho, porque es posible que cualquier noche abandonemos la plaza; al mismo tiempo búsqueme sogas, ya sean de cuero o cuerdas, cuantas te pida el Capitán Fernández, que son para los cañones que podamos llevar; pero todo ello sin que sea público".
En mi fogosidad de muchacho, pues no contaba más que veintidós años, y creyéndome poseedor de un pensamiento reservado, traté inmediatamente de conseguir los objetos que se me indicaban, tanto los que pudiera yo necesitar, como los que debía entregar al Capitán Fernández.
Esperando la orden de marcha llega en los últimos días de diciembre, una comunicación del gobierno para el General Gómez, en la que se le participaba que el general don Juan Saa venía con un ejercito en nuestra protección, el cual había vadeado el río Negro al norte, y que en tal concepto se sostuviese sin abandonar la plaza.
Tal noticia que fue dada en la orden general del día, nos llenó a todos de júbilo, con la esperanza si no de triunfar contra los ejércitos contrarios al menos de abrimos paso por su centro, pero esto, sin saber ni remotamente el número de hombres que se componía el ejército brasilero.
Con tal motivo del pasaje al norte del río Negro del ejército comandado por el General Saa, que venía en auxilio de la plaza sitiada, las huestes del General Flores, que eran hasta aquella fecha las que nos cercaban, levantaron el sitio, para esperar conjuntamente con el ejército brasilero que se aproximaba, a las tropas de Saa, para batirlas en lugar adecuado.
El General Saa tuvo conocimiento de los poderosos elementos que se interponían en su paso, y viendo una completa derrota en el caso de tener que presentarse en orden de batalla contra los ejércitos combinados, tuvo que retroceder y repasar el Río Negro, que era sin duda, la barrera más segura para no ser batido y disuelto.
Mientras tanto, nosotros esperábamos, día a día, la aproximación del ejército que venía en nuestro auxilio, porque fundábamos en él nuestra común salvación, y cualquier grupo que se avistaba desde nuestras vigías, creíamos que fueran los mensajeros del ejército salvador; pero pronto nos convencimos del error, cuando nuestras pequeñas avanzadas de caballería venían con el parte de eran partidas del ejército enemigo que habían quedado en observación en la plaza.
Estas pequeñas descubiertas de caballería, que pertenecían a la plaza, eran casi siempre mandadas por un atrevido y valiente paisano, el Capitán Máximo Lamela, quien día a día, libraba combates con las partidas enemigas, generalmente muy superiores en número a las suyas; y eran tan proverbiales su arrojo y terribles lanzadas, que se había impuesto respeto y su nombre era el terror entre las fuerzas contrarias de caballería que estaban en observación sobre la plaza.
Este valeroso oficial, catequizado años después por el partido político que combatió con tanto arrojo en Paysandú, vino a morir a manos de sus ex correligionarios de aquella época, el año 1870, en un pequeño encuentro habido en el pueblo de Dolores, entre las fuerzas revolucionarias que obedecían al mando del Coronel don Juan P. Salvañach, y la vanguardia de un ejército comandado por el General don Francisco Caraballo, a cuyas fuerzas pertenecía.
Capitulo 3.
LOS COMIENZOS DEL ATAQUE Y DEFENSA DE LA PLAZA
El 4 de diciembre se presentó a la plaza el ejército comandado por el General Flores, y acto continuo empezó a estrechar el sitio.
Mandó una intimación al General Gómez con el comandante de uno de los buques brasileros que bloqueaban el puerto, quien meses antes había contraído matrimonio con una niña perteneciente a una familia brasilera Antequera, que residía en Paysandú y que a su pedido el General Gómez fue padrino de casamiento.
Rechazada ésta y otras intimaciones de rendición de la plaza, empezaron los preparativos de asalto en el ejército sitiador, combinado con las fuerzas de desembarco que tenía la Escuadra Brasilera.
El General Gómez a su vez, y de común acuerdo con el jefe que lo secundaba, Coronel don Lucas Píriz, distribuyó las fuerzas en las trincheras y cantones donde se había circunscrito el radio de la defensa, dejando una pequeña reserva para que acudiera al punto donde fuera atacado con mayor brío y que peligrase su resistencia por el escaso número de tropas que defendiese aquel punto.
El lugar designado para que se estacionase la reserva en el ataque, era la plaza.
Entre el número de estas fuerzas de reserva, que serían unos cincuenta o sesenta hombres, formaba yo parte en calidad de soldado.
Ellas se componían en su mayor número de negros pertenecientes a la Compañía Urbana, algunos soldados de los batallones de línea y como unos quince guardias nacionales.
Formábamos parte de la guarnición de la plaza, cinco hermanos y un cuñado.
El mayor de nosotros, Pedro, era el Jefe Político del departamento, de cuyo cargo fue investido después del fallecimiento del Coronel don Basilio A. Pinilla, ocurrido el mes anterior, -Máximo tenía el grado de Capitán de guardias nacionales de caballería y era ayudante de órdenes del General Gómez Atanasio y yo éramos simplemente soldados de la guardia nacional de infantería; no habíamos querido aceptar cargos oficiales en la misma, por no desatender nuestra ocupaciones comerciales.
Atanasio tenía su casa de comercio, a la que estaba asociado nuestro hermano político Federico Aberasturi, quien desempeñaba el cargo de Comandante de la Guardia Nacional de Infantería, y yo conjuntamente con Rafael, éramos socios de otra casa comercial, en los ramos de almacén por mayor y barraca de maderas, situada en una de las esquinas de la plaza principal, bajo la razón social de Alvarez, Ribero hermanos, siendo nuestro padre y don Cayetano Alvarez, los socios capitalistas y nosotros industriales.
Rafael no servía en la Guardia Nacional de la plaza porque era extranjero (argentino) pero tomó parte en la defensa por seguir la suerte de sus hermanos, defendiendo a su vez sus condiciones políticas, y desempeñaba el cargo de ayudante del Jefe Político.
Tanta Atanasio como yo, por libramos del servicio ordinario del cuartel, que nos tomaba la mayor parte del tiempo de nuestras ocupaciones diarias, habíamos puesto personeros, pero nos habíamos impuesto nosotros mismos la obligación de concurrir a las trincheras en caso de peligro; cosa que ya habíamos hecho cuantas veces se habían presentado fuerzas enemigas al frente de la plaza. Por esta razón y por no tener puesto designado, me incorporé a la reserva, armado de un pequeño rifle que había pedido a mi hermano Pedro, y con la cartuchera bien provista de municiones para acudir a combatir en el lugar que se me designase.
Todos los días a la hora de la lista, lo mismo que de noche a la hora de retreta, la banda de música recorría la calle principal, desde la plaza hasta la trinchera que limitaba el trayecto de la calle, tocando marchas, para tener el espíritu de la guarnición alegre y entusiasta esperando la hora del peligro.
Todos teníamos la convicción de que rechazaríamos cualquier ataque que se intentara sobre nuestras fortificaciones, aún cuando ellas eran bien débiles. Deseábamos batirnos con el ejercito sitiador, que nos tenía cansados con sus continuas amenazas, pero que no había intentado hasta aquella fecha ningún ataque formal., Luego, la guarnición abrigaba hasta cierto punto la creencia de que la Escuadra Brasilera no tomaría participación en el ataque; que las cañoneras de guerra extranjeras que estaban de estación en el puerto, -1 francesa, 1 española, 1 italiana y 1 inglesa, - impedirían que los buques brasileros hicieran fuego a mansalva sobre la plaza pues esta no tenía elementos como contestarles, y no habiendo mediado tampoco una previa declaración de guerra por parte de su gobierno.
Daba lugar a abrigar esta creencia, el que la escuadra bloqueadora no había puesto en práctica actos de marcadísima hostilidad contra la plaza, y sólo cuando forzó el bloqueo el vapor "Villa del Salto7', fue que hizo algunos disparos de cañón contra aquél, contestando a las provocaciones de un barquichuelo contra toda una escuadra compuesta de tres cañoneras de línea.
Algunos de los comandantes de los buques extranjeros, principalmente los del español y francés, en conversación con los oficiales de la guarnición, habían insinuado que impedirían a los buques brasileros bombardear la plaza, si lo intentaban.
Tengo entendido que los comandantes español y francés trataron de poner en práctica su proyecto cuando llegó el momento de operar, porque conservo el recuerdo de haber oído comentar después un fuerte altercado habido entre estos dos caballeros y el jefe de la Escuadra Brasilera, Almirante Tamandaré, con motivo de haber querido
impedir los primeros aquel acto de cobardía, bombardeando a mansalva una plaza sitiada por un ejército revolucionario para dirimir contiendas civiles, una escuadra extranjero, sin declaración de guerra por parte del gobierno de su país a la República Oriental. El Almirante Tamandaré daba por excusa, que eran aliados del ejército revolucionario, y por esa causa había hecho izar en el palo mayor de sus buques la bandera oriental.
También se encontraba en el puerto dos vapores pertenecientes a la Escuadra Argentina, "El Guardia Nacional" y el " 25 de Mayo", al mando del almirante Murature, quien desempeño un gran rol humanitario al final de la sangrienta contienda.
Aún cuando el bondadoso jefe de estos buques nos era simpático y él mismo no participaba de las animosidades contra el jefe de la plaza sitiada y su guarnición, había sido mandado por el gobierno argentino para observar los movimientos que se operaban en la plaza. El presidente de la República Argentina en aquella época, General
Bartolomé Mitre, nos era completamente hostil, como igualmente su ministro de guerra, General Juan A. Nelly y Obes, quienes habían coadyudado y prestado toda clase de auxilios al General Flores para que invadiera y convulsionase en guerra civil a la República Oriental.
Capitulo 4.
Amaneció el día 6 de diciembre. Los defensores de la plaza se encontraban todos en sus puestos, esperando el momento del ataque. Yo estaba en la reserva formada en columna al costado del Torreón "Baluarte de la Ley", construido en la esquina S.E. de la plaza.
En el campo del ejército sitiador se notaba gran movimiento; las infanterías en columnas avanzaban por los bajos de las cuchillas de los alrededores de la población, por el costado N. N.E y S. Se sintieron varias descargas cerradas, que nosotros supimos fueran para foguear la tropas enemigas antes de entrar en combate, porque de las vigías y azoteas nos anunciaban los compañeros que todavía no veían núcleos & de fuerzas, pues que los ocultaban las cuchillas que aún no habían repechado.
El General Gómez, rodeado de su Estado Mayor, recorría a caballo las trincheras.
Llegó a la plaza, subió al baluarte para observar los movimientos del ejército enemigo y ver cuales eran los puntos adonde convergían los ataques.
Haría aproximadamente diez minutos que estaba en observación, cuando se sintió el primer disparo de cañón hecho por las fuerzas del General Flores y dirigido desde el costado E., enfilando la calle 18 de Julio, que es la principal. La granada que arrojaron no hizo efecto, se desvió y fue a reventar en los muros de la Iglesia Nueva.
Como la reserva estaba formadla costado S. del Baluarte, precisamente en la trayectoria de las dos piezas de cañón que había colocado en la cuchilla dominando la calle, el General Gómez desde su sitio de observación dio orden de que formásemos en columna cerrada en el costado O. del mismo Baluarte, dando la espalda a aquél, resguardándonos de este modo de los proyectiles de cañón que pudieran dirigirnos.
No haría dos minutos que habíamos cambiado de posición, cuando un segundo cañonazo disparó en la misma dirección del primero, da el proyectil en el portón que cerraba la trinchera de la calle en el costado E.; se desvía con tal mala suerte para nosotros, que en la diagonal que describe viene a tomar la esquina de nuestra columna de reserva, saliendo por su centro y concluyendo en su mortífero trayecto por ir a dar muerte al centinela que estaba enfrente del cuartel de la Guardia Nacional.
Naturalmente, con este fatal e inesperado suceso antes de entrar en combate, sin el enardecimiento que producen el fuego y la pelea, la pequeña columna remolineó y medio se hizo pelotón; mi primer instinto fue dar vuelta y mirar la cumbre del Baluarte, al mismo tiempo que el General Gómez desde allí, con la espada en al mano, nos gritaba: "firmes, car.. .
Como movida por un resorte, la columna se alineó, llenando los claros que había hecho el fatal proyectil: once había dejado fuera de combate. Al pasar por dentro de aquella masa de hombres, hizo un ruido extraño, como de trapos viejos o algo parecido, que se rasgaban, y con la velocidad de su trayectoria había impulsado hacia delante
de la columna un reguero de miembros humanos, brazos, piernas, intestinos, etc., como si hubiese querido marcar el camino que llevaras después de salir del centro de nuestra columna de reserva.
Sólo un negro atemorizado por aquel suceso, se separó de las filas hasta la vereda de enfrente; pero vuelto en sí, acto continuo retornó a ella sin que nadie se lo indicase o quizá por haber visto él también la valerosa actitud de nuestro General en jefe.
Momentos después, un ayudante nos trajo la orden de salir de aquella fatal posición y guarecernos en un callejón que había al costado de la antigua Iglesia. Allí sentados en el suelo y comentando un tanto atemorizados el suceso, quedamos esperando órdenes para ir a reforzar las trincheras que fueran atacadas.
Estando a la espera de al designación del punto adonde debíamos concurrir vemos las primeras granadas de calibre 80, lanzadas por al Escuadra Brasilera en dirección a la plaza; venían con mucha elevación y reventaban en el aire, a doscientas o trescientas varas de altura.
Naturalmente, nos convencimos de que estábamos en error al abrigar la creencia de que la Escuadra no nos haría fuego; pero como los cañonazos que nos tiraban eran tan mal dirigidos y nos hacían poco o ningún daño, empezamos a acostumbramos a no tenerles miedo, concluyendo por entretenemos la trayectoria que describían en el espacio, reventando las granadas como bombas de fuego de artificio. Eran las primeras balas de cañón que veíamos de aquel tamaño, y nos alentaba el que no nos hiciera daño.
Las huestes sitiadoras se aproximaban en aire de ataque. Los puntos a que convergían eran la Comandancia Militar, que estaba situada en la esquina que forma el costado sur y este de la plaza, la Jefatura de Policía, que está situada en la calle 8 de Octubre y Montevideo, y que era el extremo Sur y oeste de nuestra línea de trincheras; la trinchera situada en el extremo oeste de la calle 18 de julio, que la denominábamos del Banco de Maúa, por estar en una de sus esquinas, la sucursal de aquel establecimiento bancario; y finalmente la trinchera extremo oeste de la calle Florida y norte de la calle Montevideo.
El General Gómez, una vez que vio y se dio cuenta de cuales eran los puntos sobre los que el enemigo traía el ataque, bajó del torreón, mandó traer del cuartel de la guardia Nacional, que estaba en la misma plaza, la bandera del Batallón; montó a caballo y, seguido de su Estado Mayor, se puso al galope hacia los puntos amenazados, recorriendo las trincheras y proclamando a sus soldados; dando orden al mismo tiempo de que la banda de música recorriese la calle 18 de Julio tocando dianas y que todos los cornetas y tambores que estaban en las trincheras hicieran misma cosa.
Era un ruido infernal de dianas y vivas acompañados de los estruendos producidos por la artillería y las granadas de la Escuadra Brasilera que reventaban en el aire, teniendo a la vista los batallones enemigos que avanzaban batiendo marcha, con sus banderas desplegadas.
La reserva continuaba en su puesto esperando órdenes. Se presentó el Coronel Píriz acompañado de sus ayudantes: había sabido que ya habíamos pagado a la patria que defendíamos nuestro primer tributo de sangre, y vino a vernos y alentamos. Nos dijo este valerosísimo jefe pocas palabras, porque no tenía facilidad para expresarse: sólo le eran característicos el valor y la serenidad perspicaz y atrevida del combatiente avezado, adquirida en los campos de batalla. "no se acobarden muchachos que le hemos de dar vuelto al indio Flores, a Goyo Jeta (nombre con el que designábamos al Coronel de las fuerzas contrarias Gregorio Suárez, quien era un terrible sanguinario) y a los macacos".
Estas fueron sus palabras y Salió a recorrer los puntos de la línea donde amenazaba mayor peligro.
Momentos después se presentó también el Comandante don Federico Aberasturi, a caballo, con sus ayudantes, revisando los puestos donde habían sido destacados sus Guardias Nacionales. Como en la reserva estaban algunos vino a constatar si les había tocado en suerte las depredaciones de la mortífera bala que había destrozado la reserva. No tengo recuerdo preciso de ello, pero creo que sólo uno pagó tributo de vida en aquel momento.
Estando aún el Comandante Aberasturi con nosotros, vino un ayudante con orden de que se distribuyera la reserva en las trincheras donde las fuerzas contrarias dirigían sus ataques. A mí me tocó, con diez o doce más, lo Comandancia Militar, cuyos escombros, no abandoné durante todo el tiempo que duró la defensa hasta la rendición de la plaza.
Capitulo 5.
No habiendo en la reserva suficientes oficiales para mandar cada uno de los grupos en que fue dividida, me puse yo al frente de los designados por la Comandancia militar. Al llegar al punto, unos fueron incorporados a las fuerzas que guarnecían una pared aspilleraza que estaba al fondo del patio del edificio y que era mandada por el Mayor don Torcuato González, y otros, yo entre ellos, nos agregamos a los que guarnecían la trinchera que estaba cerrando la calle en que el mismo edificio de esa esquina y que eran mandados por el Capitán don Adolfo Areta.
En la misma bocacalle había un cañón con montaje en carronada, el que a los primeros disparos se dio vuelta de arriba abajo, por faltarle una base llana y lisa donde poder rodar en retroceso.
Esta pieza era mandada por un oficial pusilánime de quien no recuerdo el nombre, pero sí de su apodo, pues que lo nombraban por el de Teniente Miriñaque.
A unas cincuenta varas más al centro de la plaza y frente a la Iglesia estaba el Capitán don Federico Fernández, con 4 o 6 artilleros y una piecita de bronce de 4, haciendo fuego por encima de los que guarnecían la trinchera de la bocacalle y en dirección a la cuchilla que teníamos al frente y que nos dominaba, donde estábamos poniendo en batería los enemigos cuatro piezas que habían desembarcado de la Escuadra.
Cuando llegué a la trinchera, nuestras fuerzas aún no habían roto el fuego sobre el enemigo. Entonces recién ví que descendía por el costado N.O. de la cuchilla un gran batallón uniformado de levita y pantalón azul y correaje blanco. Su formación era en una sola hilera de 4 en fondo, batiendo marcha con su música al frente y el pabellón brasilero al centro. Esta larga hilera de tropa, pues se componía el todo de seiscientos hombres, era el Batallón de Marina de desembarco; venía ondulando no sé si por temor de tropa bisoña que iba a entrar en pelea, o si era por desperfectos y
escollos del terreno que atravesaban, que era un campo descubierto.
Cuando estuvieron a una distancia de cuatro o cinco cuadras, se rompió el fuego sobre ellos, tanto del patio de la Comandancia Militar como de la trinchera de la bocacalle y de la Iglesia, en cuyo edificio sin terminar, se había formado un cantón en el costado que mira al N., haciéndose también fuego por una ventanas de la sacristía situada al fondo del mismo edificio. Este cantón que tendría unos cincuenta hombres, era mandado por el Mayor don Belisario Estorba.
Las fuerzas que guarnecían la Comandancia Militar, la trinchera de la bocacalle y otra pared aspilleraza que había en el patio de un rancho que formaba el ángulo de la plaza y que llamábamos la Artillería, porque el citado rancho era la cuadra de los pocos artilleros que teníamos, se componían de cincuenta y siete hombres entre jefes, oficiales y tropa.
Así es que no contábamos más que con ciento siete hombres para resistir el ataque que nos traía el brillante batallón de Marina brasilero, porque el fuego de los dos cañones de que hago mención, y otro del Baluarte que miraba al N., estaban dirigidos a la batería que habían emplazado en la cuchilla y que ya estaba funcionando contra nuestra trincheras, la Iglesia y el Baluarte.
El batallón que avanzaba, al sentir nuestros fuegos, fue presa del mayor pánico y confusión. En cinco minutos, se disgregó todo; rompieron las filas sin orden, y, en pelotones corrían como gamos a guarecerse y ocultarse entre los cercos de las casas y quintas que estaban próximas al paraje donde se encontraban; no atinaban ni a contestar los fuegos que les hacían. Notamos que en el primer momento los oficiales hicieron un ensayo de energía para contener la tropa; pero aquello fue veloz, rápido; se evaporaron todos como el humo, guarecidos tras los cercos y casas, una parte del batallón se corrió con dirección al puerto, con el intento de tomar posiciones; pero amedrentados como iban, eran fácilmente rechazados por toda la línea de trincheras de nuestro costado N., sin mayor esfuerzo.
La otra parte del batallón trató también de tomar posiciones a nuestro frente.
Tentaron formar cantones en algunas casas que quedaban fuera de la línea de trincheras, pero eran desalojados inmediatamente, porque habiendo una gran depresión del terreno en ese costado, las azoteas de las casas eran dominadas y barridas por los fuegos de nuestras trincheras y la Iglesia.
Narraré, a propósito de la ventaja de nuestra posición contra infanterías, un hecho personal y que fue comentado por mis compañeros aquel día.
Haciendo fuego por una aspillera, vi que un soldado enemigo había subido a una azotea situada a una distancia de tres cuadras, cuyo plano era rodeado de una baranda de fierro y pilares de material, lo dominaba casi por completo.
El soldado, una vez arriba, corrió a guarecerse en uno de los pilares; previendo que aquél habría trepado por una escalera colocada en la parte exterior del muro, fijé mi rifle en aquella dirección.
Al subir un segundo soldado hice fuego, cayendo el hombre al plan de la azotea; sin pensar que aquel hubiese sido herido, cargué inmediatamente y volví al acecho en momentos que trepaba un tercero, e¡ que hizo la misma operación del segundo cuando hice fuego, tirándose de cabeza al plan de igual manera; un cuarto hizo igual cosa al hacer yo mi disparo. Entonces recién vine a darme cuenta de que aquellos infelices estaban heridos, porque el primero que se mantenía tras del pilar, corrió al punto por donde había subido y bajó precipitadamente, quedando los otros tres que se habían arrastrado para guarecerse en el pequeño saliente de material que soportaba las barandas.
Mis compañeros de trinchera, que me habían estado observando, principalmente el Capitán Areta, que se encontraba a mi lado, celebraban el hecho, porque yo solo con mi buena puntería, impedí que los enemigos formasen un cantón.
Momentos después apareció el General Gómez, recorriendo la línea con sus ayudantes, y habiendo tenido conocimiento de aquella zapallada hecha por mí, se bajó del caballo y, acercándoseme, merecí el honor de que se diese un abrazo delante de todos mis compañeros de trinchera.
Semejante demostración de honor implicaba, en mi fogosidad de muchacho, el que perdiese por completo todo temor, o a lo menos por delicadeza y pudor no demostrarlo.
Como a la una de la tarde de ese mismo día, viendo que las infanterías enemigas no aparecían a nuestra vista, y que sólo nos molestaban las cuatro piezas de cañón que había puesto en batería a nuestro frente en la cuchilla, resolvimos hacer una salida por nuestra cuenta, sin haber recibido orden para ello.
Nos reunimos unos veinte de los que pertenecían al cantón de la Iglesia, mi trinchera y la artillería, al mando de un valiente oficial, el Teniente Encina.
Fuera de las líneas de las trincheras, guareciéndonos con los cercos y casas nos dirigimos al lugar del cantón que yo había desalojado, donde encontramos unos 40 o 50 brasileros en el mayor descuido. Los sorprendimos con una descarga que no atinaron a contestar. El espíritu de conservación les impulsó a disparar entre cercos y quintas con dirección al puerto, dejando tres o cuatro heridos y varios instrumentos de la música del Batallón de Marina, un tambor y dos cornetas de guerra, cuyos objetos llevamos como trofeos adquiridos en nuestra desatinada salida. Regresamos de allí a nuestras posiciones, porque a más de ser peligrosa la expedición, temíamos ser reprendidos
por haber salido fuera de trincheras sin orden de nuestros respectivos jefes.
En la jornada del día 6 de diciembre lo que nos hizo más estragos en la plaza fueron los fuegos de la artillería enemiga.
Ese mismo día, una de las balas de mayor calibre lanzadas por la escuadra Brasilera hizo blanco en una pequeña pirámide toda de mármol, coronada por la efigie de la Libertad, que existía en el centro de la plaza, y la que fue completamente destruida. El General Gómez hizo recoger una parte de la estatua, cuyo emblema fue donado después de la toma de la plaza al Almirante Muratore. Años después, tuve ocasión de volver a ver aquellas reliquias de Paysandú en la casa de aquel señor.
Ese día quedaron inutilizadas la mayor parte de nuestras piezas de cañón. La batería enemiga que teníamos a nuestro frente, sin tener quien contrarrestase sus fuegos sino con grandes intervalos, porque se cuidaba que no nos desmontasen los cañones que quedaban servibles, había ajustado la puntería, abriéndonos grandes brechas en la trinchera de la bocacalle, dejando casi arrasadas las paredes aspillerazas de la Comandancia Militar y cuadra de la Artillería, cuyas casas tenían sus paredes y techos perforados por los proyectiles que nos arrojaban; y el torreón quedó lleno de boquetes.
Antes de ir a la expedición de salida que hago referencia, crucé la plaza para ir a nuestra casa, que estaba en el otro extremo de ella, tras del torreón, a objeto de cerciorarme de los desperfectos que nos habían causado dos granadas que habían reventado en los almacenes.
Al acercarme al torreón, ví bajar aceleradamente por su explanada al Guardia Nacional de Mercedes Juan José Díaz, de camiseta de bayeta punzó y un morral de cuero de los que usaban para transportar cartuchos de pólvora para cañón, cruzando a la espalda, y con la cara negra del hollín de la pólvora. Preguntándome como lo veía en aquel traje (porque el jefe del torreón, Comandante Braga, lo había nombrado su ayudante); me contestó: "jsi nos han muerto casi todos los negros artilleros! Nos quedan cuatro para atender la única pieza que puede hacer fuego, y yo tengo que hacer el servicio de subir los cartuchos".
Me decía esto con la mayor calma, riéndose como si se tratase de lo más sencillo por allá arriba. Este joven fue herido en su puesto de combate, en los últimos días de la defensa, en una pierna, por un caso de granada.
El mismo que, siguiendo la carrera militar, tiene hoy el grado de coronel y ha sido durante varios años Ministro de la República Oriental en Francia.
En la tarde del día siguiente, encontré al Comandante Braga, que bajaba por la explanada con un libro en la mano, le pregunté: ''¿Qué hace mi comandante?" -
"Nada, me respondió, me han inutilizado la última pieza que me quedaba, y por entretenerme estoy en mi puesto leyendo y cuidando la bandera".
Y las balas de cañón enemigas continuaban desmontando el torreón. Otra salida se efectuó en la tarde del día 6, por las fuerzas que guarnecían en la trinchera del costado E. de la plaza, mandadas por el Coronel Emilio Raña.
A dos cuadras de distancia de aquella, en la misma calle, estaba situada la casa particular del señor Manuel Cerro, Receptor de Aduana, donde se encontraba su señora, una hija y otras dos niñas.
El señor Cerro y sus dos hijos, Manuel y Luis, formaban parte de las fuerzas de la defensa y estaban en la Comandancia Militar.
Unos cincuenta hombres, pertenecientes al Batallón brasilero, diseminado se posesionaron en aquella casa. En cuanto el Coronel Raña tuvo conocimiento del hecho, resolvió asaltarla y liberar a la familia del poder enemigo.
Los defensores de la plaza que salieron para efectuar el asalto, iban mandados por el Capitán don Laudelino Cortés, y acompañábanlos don Ernesto de las Carreras, ayudante del Coronel Raña, y Ramón García. Eran en su mayor parte Guardias Nacionales de caballería, armados de lanzas unos y otros de tercerolas.
Ocultándose entre paredes y cercos llegaron sin ser vistos a la puerta de calle, por la que, violentamente forzada, penetraron audaz y valientemente, llevando el asalto.
Los brasileros, sorprendidos, no esperando tal acto de arrojo, hicieron una débil resistencia y no atinaron sino a huir.
Los asaltantes hicieron una atroz carnicería y se llevaron a las señoras, quienes amedrentadas por las fuerzas enemigas, se habían refugiados llenas de pavor en una de las últimas habitaciones.
Ví pasar por la plaza a estas pobres señoras cuando las llevaban a lugar más seguro dentro de las trincheras. Iban todas desgreñadas, dando gritos despavoridos a cada estallido de las granadas que reventaban en la plaza. Cada una de ellas era llevada de la cintura por uno de sus libertadores, porque debido al pavor que las había cometido, se conocía que sus piernas flaqueaban y no podían sostener el peso de sus cuerpos. Las fuerzas enemigas que componían el ejército del General Flores habían llevado un vigoroso ataque a la extremidad opuesta de la línea de trincheras, concentrando
sus fuegos al Banco Maúa, cuyos defensores estaban al mando del Comandante don Inocencio Benítez; a la trinchera que cerraba la calle y casa del frente, mandada por el Coronel don Tristán Azambuya; a la casa llamada "Ancla Dorada", al mando del Capitán Senosiain, y a la Jefatura de Policía, al mando del Comandante Pedro Ribero.
Como esta parte de la línea defensiva venía a quedar en el centro de la población, donde la topografía del terreno es llana, los asaltantes de esta línea, con otro temple y más previsión que los del otro extremo pudieron fácilmente avanzar, echando cercos y paredes abajo, por el centro de las manzanas fuera de nuestros fuegos, y aproximarse por los fondos de las casas hasta aquellas que daban frente calle por medio a nuestra línea de defensa; iniciándose de una y otra parte un fuego terrible, a boca de jarro por las ventanas y troneras hechas en las paredes. Tan terrible fue el fuego que las rejas de las ventanas de uno y otro lado quedaron tronchadas a impulso de las balas de fusilería. El cantón existente en el "Ancla Dorada" hubo que desalojarlo.
El enemigo situó una pieza volante a dos cuadras de distancia, resguardada por una pila de bolsas de harina, que habían sacado de una panadería; y de allí barría a la tropa que lo defendía, dejando fuera de combate a la mitad de su gente. Los restos de los defensores bajaron y se posesionaron de la casa de al lado donde los fuegos del cañón no podían ofenderles.
Durante toda la noche continuó el fuego más o menos vivo en todas las líneas, y principalmente en este costado de la defensa.
La noche era muy clara y serena, la luna estaba en su mayor plenitud y alumbraba con su pálida luz los destrozos causados por el cúmulo de proyectiles que nos habían arrojado las fuerzas bloqueadoras. En las primeras horas de ella, nos ocupábamos todos indistintamente en acarrear bolsas llenas de tierra y grandes sacos lleno de lana, que sacábamos de uno o dos depósitos que había dentro de las trincheras, para llenar con unas y otros las brechas que había abierto la artillería enemiga en nuestros parapetos.
Esta tares se renovó después la mayor parte de las noches, durante todo el tiempo que duró el sitio.
Nuestras pérdidas en ese día fueron de 112 a 120 hombres fuera de combate, de los que la mitad, lo menos, fueron heridos por los proyectiles de cañón de la artillería de tierra. En ese combate no cayó ningún oficial de distinción, salvo el Capitán don Rafael Hernández, quien perteneciendo a los defensores de la aspillera que recuadraba
el patio de la Comandancia Militar, fue herido en los primeros momentos del ataque llevado ese día, por una bala de cañón arrojada desde la batería que habían emplazado en la cuchilla, la que pasándole por entre las piernas, le quemó ambas pantorrillas, quedándole aquellas completamente negras, días después desprendíasele la carne, formándosele dos grandes y profundas llagas.
El Hospital de Sangre se había establecido en la escuela Pública, que era un largo salón con ventanas altas, situado en la calle 18 de Julio a media cuadra de la plaza y frente la Botica de Legar.
Sólo teníamos un médico, el valeroso doctor Vicente Mongrel, sin ningún practicante o enfermero que lo ayudase para las amputaciones de piernas y brazos, que eran generalmente los miembros mutilados por los proyectiles de la artillería contraria.
Una valerosa y humanitaria mujer se le presentó para llenar aquel vacío.
Esta fue una señora que vivía al lado, viuda del doctor Berenguell, antiguo cirujano del ejército que comandó el General don Servando Gómez, en la lucha fraticida de los nueve años, llamada la Guerra Grande. Cuando esta señora vio que conducían heridos al Hospital de Sangre, fue a ofrecerse para hacerles caldo, a objeto de fortalecerlos; pero encontrando allí al doctor Mongrel solo, sin tener quien lo ayudase y en medio de un número considerable de heridos que se quejaban delirantes, pidiendo algunos un pronto alivio, y otros implorando la muerte como medio más rápido de concluir con la desesperación producida por sus miembros destrozados, su corazón abnegado la hizo sobreponerse a sí misma ante aquel espectáculo de sangre y desolación. Desechando todo escrúpulo de mujer y revistiéndose de varonil entereza, fue a asegurar los miembros mutilados de aquellos desgraciados, para que el doctor Mongrel amputase las partes destrozadas por los proyectiles enemigos.
Esta tares duró ese y subsiguientes días en la asistencia de los heridos que se conservaban con vida. Un a joven hija de aquella mujer abnegada, ayudada por dos o tres hermanitas menores se encargaron de confeccionar el puchero para proporcionarles el caldo que necesitaban aquellos caídos en defensa de la patria, y era llevado por algunos soldados asistentes. Este fue el servicio que prestó en sus principios el Hospital de Sangre inaugurado en aquel primer día de la heroica defensa.
Capitulo 6.
El día 7 de la madrugada comenzó el fuego de cañón, dirigido hacia la plaza. No podíamos contestar, porque nuestra artillería estaba más o menos inutilizada para dirigirla a las baterías que había emplazado el enemigo sobre nuestras líneas; y no había ni que pensar en contestar la fuego de la escuadra Brasilera, porque nuestros pequeños cañones no alcanzaban ni a la mitad del trayecto donde se encontraba su línea. A la misma hora se hizo sentir el fuego de fusilería por el costado de la Jefatura de Policía.
Las fuerzas del General Flores se habían posesionado, por los fondos, de las casas que daban frente a la Jefatura a ambos lados de la calle Montevideo, y no había medio de despojarlas sino llevando un ataque simultaneo a sus posiciones. En tal virtud se resolvió llevarlo a efecto por dos puntos distintos y fueron nombrados para dirigir personalmente los grupos asaltantes, el Mayor Belisario Estorba y el Jefe de Policía, Pedro Ribero. El primero debía salir del recinto atrincherado por la puerta principal de la Jefatura de Policía y atropellar el zaguán de la casa de enfrente, que estaba abierta; y el segundo por la puerta de una pared aspilleraza que hacía esquina a la Jefatura. La señal convenida para el asalto era: después del segundo disparo que hiciese la pieza, salir simultáneamente los dos grupos que se habían apostado convenientemente en el sitio.
Llegado el momento de la señal convenida, cargaron los asaltantes.
Las fuerzas al mando de Estomba llegaron con facilidad al patio de la casa asaltada, cuya entrada era espaciosa, y pudieron evolucionar contra la gente que ocupaba, causándole muchas bajas. Pero las que dirigía el Jefe de Policía, al llegar a la vereda de la casa que iban a asaltar, se contuvieron algún tanto antes de entrar con resolución al zaguán, que era angosto y en cuyo estrecho patio había algunos enemigos. Entonces su jefe, con la enteresa que le inspiraba el cumplimiento de la consigna, y para dar ejemplo a sus soldados, avanzó por el zaguán, incitando a la tropa para que lo siguiese; éste no llevaba en aquel instante ninguna arma en sus manos.
Al trasponer el arco de la parte opuesta del zaguán, fue agredido por un individuo que lo asechaba detrás de la pared; éste le dirigió una estocada, pero con una movimiento instintivo hacia atrás, pudo eludir el golpe y tomarle por la muñeca la mano que esgrimía el arma.
Este hecho fue rápido e instantáneo. Los soldados, siguiendo el ejemplo de sus jefe, a quien vieron en peligro, avanzaron con prontitud, ultimando al agresor y sembrando el pánico y confusión entre las fuerzas posesionadas de la casa, persiguiéndolas por los fondos que daban a una barraca donde hicieron prisioneros a algunos enemigos que se habían escondido dentro de una pila de bolsas de lana.
Este asalto tomó parte el Capitán Adolfo Areta, quien me comunicó la operación cuando en la trinchera de la Comandancia Militar le dieron la orden de marchar a la Jefatura de Policía.
Más tarde, cuando aquellas posiciones quedaron nuevamente en nuestro poder, fui a cerciorarme de los hechos ocurridos. Pude constatar los cadáveres de doce o quince sitiadores que habían quedado en diversos sitios de las tres casa que ocupaban, los que fueron arrojados días después conjuntamente con muchos otros que aún estaban insepultos de los combates del día anterior, a un pozo, vaciándoles encima varias bolsas de cal para evitar emanaciones de estos cadáveres en descomposición.
Nuestras pérdidas en este hecho de armas, fueron dos soldados muertos y un oficial herido.
Capitulo 7.
El día 8 continuó el cañoneo hacia la plaza desde la Escuadra, de la batería frente a la Comandancia Militar y de otra que habían establecido, con cañones bajados de los buques, en el bajo, al costado Noroeste de la ciudad.
De la plaza se les contestaba de tarde, con algún disparo de nuestras pequeñas piezas, obteniendo una provocación, porque otro nombre no podía dársele, una verdadera lluvia de proyectiles que nos obligaba a ocultarnos dentro de los escombros hasta que el fuego se hiciera menos violento por quienes nos batían a mansalva. Pero cuando aparecían algunas fuerzas sitiadoras al alcance de nuestros fusiles, entonces surgían de entre los cascotes y pedazos de pared los defensores de la plaza, a pesar de la metralla, granadas y cohetes a la congreve que nos lanzaban.
En la tarde de este día, fui al Torreón en busca de municiones para mi rifle, que era de calibre menor que los que usaban para los fusiles comunes de la guarnición. Cansado y vencido por el sueño, me tendí en una tarima, mientras el jefe del polvorín, Capitán Ladislao Gadea, buscaba los cartuchos que necesitaba. Al cabo de un rato me despertó y, todo azorado, me dijo: "Mire, por un milagro no hemos volado todos; acaba de perforar la pared del depósito de la pólvora una granada que felizmente no ha reventado". Con tal noticia me levanté con la celeridad e impresión consiguiente, y pude cerciorarme de que efectivamente había traspasado la pared una granada esférica de calibre 20, que estaba aún caliente, y que no había reventado porque, al chocar contra el muro, había dado con el lado del tomillo de la mecha, y ésta se había sofocado al obstruirse el conducto con escombros.
En presencia del hecho, el Capitán Gadea me dijo: "Ayer hice presente al General Gómez, que en el momento menos pensado íbamos a volar, porque las balas están hondando poco a poco las paredes, y ahí tiene usted la prueba; deberíamos trasladar este polvorín a alguna otra parte.
¿Por qué no se lo repite usted, que ha visto como ha entrado la granada y le lleva la parte? "Acepté la comisión y lo del parte verbal, y cuando lo trasmití, contestóme el General Gómez: "Que tapen los agujeros con bolsas de lana; ya pensaremos donde poner la pólvora". Llevé la respuesta, abuzando la imaginación para ver donde podía trasladarse aquel polvorín que amenazaba hacernos saltar por los aires a todos los que estábamos en la plaza.
Pronto se me ocurrió el medio y fui, con temor a ser rechazado, a proponérselo al General Gómez, diciéndole: "En el patio de nuestro almacén hay un aljibe muy grande, en el que desagitándolo y forrado el piso y paredes con madera, se pueden colocar todos los cajones que contiene el polvonn, sirviéndose de la roldada para la operación y una escalera para bajar y subir a la gente.
Me contestó: "NO seas loco, muchacho; no es posible poner la pólvora allí". Salí corrido, pero sin desistir de la idea, pensando en el medio mejor para llevarla a cabo.
Esa tarde y el día siguiente menudearon las balas de cañón, cuyo blanco era el Torreón, y, como consecuencia, todos teníamos una explosión. Entonces trasmití mi idea al Mayor Torcuato González y le pedí insistiera con el General Gómez para la instalación del polvorín en el paraje donde le indicaba. En la tarde del día 9 me hizo llamar el General y, en presencia del Mayor González, me preguntó cual era la forma y medio de que me valdría par convertir el aljibe en polvorín. Explicado aquello, me comprometía a arreglarlo, y, una vez hecho, dije que si no podía bien, no se hiciera uso de él.
Para el efecto, en primer término había que desagitar el aljibe. Se me autorizó para disponer de la gente que necesitase; elegí diez o doce guardias Nacionales, y con ellos me puse a la tarea. Mientras unos desagitaban el aljibe, me ocupé con otros en preparar tablas y tirantillos secados en nuestro corralón de maderas y, en tapar con latas de cajas de dulce los caños conductores de aguas de la azotea, clavando encima de ellas las cucharas que servían para desviar aquellas de los caños que las conducían al aljibe, previendo las lluvias que pudieran sobrevenir.
Con tirantillos preparé una larga escalera, y una vez que quedó el aljibe sin agua, bajamos a secarlo del todo con bolsas de arpillera. Una vez tomadas las medidas, cortamos tablas y tirantillos, con cuyos materiales revestimos el piso y paredes del grande aljibe. Se colocó la escalera bien perpendicular, para que no estorbase la bajada y subida de los cajones de munición.
Toda esa noche trabajamos sin descanso, valiéndonos de faroles para alumbrarnos, y a la mañana siguiente el polvorín estaba listo como mi imaginación lo había ideado. Fui a participárselo al General Gómez, quien vino, bajó al aljibe, revisó e inspeccionó todo: paredes, piso, caños, etc., y después de subir, dijo a un ayudante: "Diga al Capitán Gadea que puede trasladar el polvorín".
Como nuestra casa quedaba frente al Torreón, no había más que cruzar la calle con los cajones; tarea que solo duró algunas horas.
En esa misma mañana había cesado los fuegos, por haberse solicitado de la plaza algunas horas de tregua, con el objeto de que salieran del radio fortificado las familias que habían quedado dentro de él.
Por el contrario, nuestros padres que estaban fuera de las trincheras, vinieron a la casa paterna, acompañados de su hermana Dolores Francia, con el objeto de vemos y cerciorarse por sí mismos de que estábamos con vida. Mis cuatro hermanos habían concurrido a su llamado, pero yo, que ignoraba la tregua, y metido dentro del aljibe, empeñado en concluir la tarea que me había impuesto, estaba completamente ajeno a lo que sucedía; así que ellos tampoco daban conmigo, hasta que al cabo de indagaciones, pudieron anunciarme que fuera a ver a mi pobre madre, quien me creía muerto por no haber concurrido a verla.
Nuestro padre era amigo personal del General Flores, a quien tuvo ocasión de ver, y éste le había pedido nos hiciera presente que no nos sacrificáramos inútilmente; que no era posible resistir a los elementos de guerra que vendrían sobre la plaza.
En nuestra entrevista nos hizo conocer la conversación que había tenido con el General Flores; pero, al separarnos, nos dijo: "Vayan, hijos, a continuar en cumplimiento de su deber; es preferible morir antes que defeccionar de sus filas". Y nuestro padre era brasilero. Las señoras que quedaron dentro del recinto de la defensa, después de la tregua, fueron: doña Rosa Rey de González su madre doña Isabel Rey, una sirvienta, doña Dolores Francia, quien quiso presenciar su suerte que corrieran sus sobrinos, quedándose dentro de las trincheras; Josefa Catalá de Ribero, Adelina Ribero de Aberasturi, la nombrada viuda del doctor Berengell y sus hijas, la señora del Capitán Laudelino Cortés, doña Juana González de Aberasturi, tres o cuatro mujeres de soldados y no sé si alguna otra señora más, quienes tuvieron valor suficiente para afrontar los peligros que se diseñaban ya en la cruenta lucha que nos esperaba e íbamos a afrontar.
La salida de la plaza de las familias fue un acto tocante en el momento de despedirlas. Madres, esposas, hijos, hermanos daban su último abrazo, expresaban su última caricia a los seres que quedaban allí, condenados a una muerte casi segura en cumplimiento de los deberes que se habían impuesto por la patria, defendiendo su integridad
y tratando de castigar al extranjero, que había osado posar su planta de una manera aleve en su suelo.
Aquel día abandonaron su puesto de honor y de combate algunos pocos defensores de la plaza que no tuvieron la suficiente fuerza de voluntad para seguir afrontando los peligros que el deber les imponía. Tampoco los que quedaban en sus puestos oponían al menor obstáculo para su salida; en el mayor número de los casos, éstos la facilitaban y podía irse el que quería.
Una vez terminado el plazo acordado para la salida de las familias, y que debía ser indicado por unos toques de las campanas de la Iglesia de la plaza, comenzó de nuevo el cañoneo dirigido a nuestras posiciones, el que duró, con algunas intermitencias, hasta el 20 de aquel mes de imperecederos recuerdos para los que sobrevivieron a aquella desigual y desesperada lucha.
Capitulo 8.
Una mañana, dos o tres días después de la salida de las familias, estando en al Comandancia Militar, me llamó el General Gómez y me dijo: "Me han informado que en lo de Rumbis hay en un altillo una cantidad de fulminantes para fusil. ¿Te animarías a ir para traerlos? A tal interrogación, que yo interpreté como una comisión de confianza, no tuve el menor reparo en contestar. "Si señor, en el acto".
-Bueno me replicó el general; elige los hombres que quieras y ve a desempeñar esta comisión".
Lo de Rumbis era una fuerte casa de comercio que quedaba una cuadra fuera de la línea de trincheras, en la calle Queguay esquina Sarandí. Los sitiadores merodeaban por aquellas alturas.
Elegí solamente dos compañeros, uno de ellos Joaquín Cabral, joven argentino que había ido a Paysandú con un negocio de cigarros, y que tomándolo allí aquellos sucesos, se había presentado como voluntario. El otro era un joven español, también voluntario.
Salimos por la trinchera de la calle Queguay, entrando en la de enfrente de la de Don Miguel Horta, y por los fondos fuimos a dar al edificio de la otra esquina de la misma manzana; desde allí inspeccionamos la casa de enfrente, que era la que buscábamos.
No notando el menor movimiento de ella, supusímosla sola. Sin embargo, para mayor seguridad, desde nuestra posición hicimos algunos disparos de fusil a un portón que estaba entreabierto. En seguida cruzamos la calle y entramos resueltamente haciendo disparos al fondo de la casa, la que encontramos completamente barrida por el saqueo que habían efectuado los sitiadores. Subimos a un entrepiso o altillo, que era el paraje en donde se había indicado que estaban los fulminantes y colocado al español de vigía en una pequeña ventana que daba al fondo de la casa, nos pusimos, Cabral y yo, a registrar allí, como en el almacén, en busca de los deseados fulminantes.
El resultado de la pesquisa fue negativo. Hubo allí sin duda algunos fulminantes, porque encontramos algunos pocos desparramados en un cajón, pero los saqueadores se lo habrían llevado.
Concluido nuestro cometido, nos retiramos sin ningún percance; pero al salir por la puerta por donde habíamos penetrado, vimos que en el cerco del fondo, del lado opuesto, había algunos enemigos que nos estaban observando, y con los que cambiamos algunos tiros. Luego nos retiramos, temiendo que nos viniesen encima y nos dieran una buena corrida. Con el sentimiento del mal éxito de la comisión que había ido a desempeñar, y con el recelo de que el General Gómez fuera a suponerse que por temor no había buscado con el debido empeño los fulminantes, me dirigí a la Comandancia Militar a dar cuenta del resultado. En el trayecto vino a mi mente un recuerdo. Yo usaba un par de pistolas de bolsillo, con las que continuamente tiraba al blanco. Habiéndosele roto la chimenea a una de ellas, no podía dar fuego, porque el fulminante no hacía explosión. Se me ocurrió un día poner un fósforo en la chimenea rota, y tirando del gatillo salió el tiro.
Con este recuerdo, y sin decir nada a mis compañeros, saqué el pistón de mi rifle le puse un fósforo, oprimí el gatillo y salió el tiro.
Llegamos a la Comandancia Militar, y no estando el General Gómez en ese momento, di el parte al Mayor Torcuato González (comandante de la trinchera), del mal resultado de la comisión, y agregué después: "También con fósforos se puede hacer fuego de fusil desde las trincheras".
"-¿Como?"-"De este modo"; y poniendo en práctica el mismo procedimiento que antes había probado, hice en su presencia y en el patio de la Comandancia Militar dos o tres disparos.
Momentos después llegó el General Gómez, y habiéndole trasmitido el Mayor González el resultado negativo de mi comisión y hechóle presente mis experimentos con fósforos, personalmente salió al patio a llamarme, y después de las explicaciones del caso, me hizo repetir unos cuantos disparos con mi rifle, allí en su presencia; tomándome después el arma y observando que quedaba la chimenea limpia, me preguntó:
-"¿Y de donde sacamos suficiente cantidad de fósforos?"- "De nuestro almacén, señor. Hay ocho o diez cajones que contienen sesenta latas cada uno". "Bueno: haz repartir una lata a cada trinchera, y reserva el resto en tu casa".
Desde ese día se dio orden de hacer fuego con fósforos, reservando cada uno de los soldados la pequeña provisión de fulminantes que tenía para los casos extremos, cuando hubiera necesidad de obrar con rapidez, y fuera de las trincheras, donde no era posible hacer uso de aquel medio que sólo la falta de fulminantes nos obligaba a poner en práctica. Y se sostuvo el fuego de fusil sin interrupción, puramente con fósforos. Sabía cada uno de los defensores de la plaza que su reserva de fulminantes la debía conservar como un tesoro, porque en ella cifraba la defensa de su vida.
Capitulo 9.
Tanto dentro del radio atrincherado de la plaza como fuera de él, todas las casas del comercio habían quedado abandonadas.
Los peones o dependientes de aquellas a quienes habían encargado los dueños su custodia, abandonaron su puesto en cuanto les fue posible hacerlo, y no sin causa justificada, porque no se libró ningún edificio de que uno o varios proyectiles de cañón lo atravesaran.
Con este motivo, el General Gómez hizo publicar por bando una orden general, por la que se penaba con ser pasado por las armas todo individuo que perteneciendo a los defensores de la plaza, se encontrase in fraganti delito de robo en las casas de comercio, cuya custodia estaba librada a los mismos que defendían la ciudad sitiada.
Esta medida fue tomada en virtud de que, durante los primeros días del ataque, algunos soldados habían violentado algunas puertas de casa de comercio, de las que sustrajeron varios objetos.
Días después de publicado el mencionado bando, fue tomado in fraganti un soldado artillero, correntino, de apoyo "Ñorita", quien, penetrando en la zapatería de don José Castells, había sustraído algunos pares de botas.
Fue conducido preso, juzgado por un consejo de guerra y condenado a ser pasado por las armas al día siguiente a las 4 de la tarde.
Lo asistió en la capilla el Teniente Cura del pueblo, don Juan Bautista Bellando, quien como bueno y piadoso que era, no había abandonado el puesto que su misión de sacerdote de Jesucristo le imponía, para asistir a los que demandasen su ayudad en el último trance de la vida.
A la hora marcada, fue conducido el reo a la plaza, para allí ser pasado a la calle inmediata, la del Rincón de las Gallinas, en cuyo extremo había una trinchera, donde se había colocado el banquillo para la ejecución.
Venía el Cura Bellando a su lado, con un crucifijo en la mano, exhortándole con sus preces. Llegado aquel extraño núcleo de tropa hasta donde se encontraba el General Gómez con sus ayudantes, pidió el reo que se le permitiese hablar.
Un ayudante vino a poner en conocimiento del General la gracia pedida por el reo, y este le contestó: - "Que hable, pero si sobrepasa en inconveniencias que redoblen los tambores".
Obtenido el consentimiento, se permitió al reo subir al Torreón para allí dirigir la palabra.
Ascendió con paso firme y cara sonriente, y más o menos dijo: "Compañeros, sirvales de ejemplo el acto que en mí se ejecuta por no haber cumplido con lo ordenado por nuestro valiente General. Defiendan la patria hasta morir; por mi desgracia no puedo seguir haciendo fuego a los macacos". Pidió en seguida hacer el último disparo de cañón, lo que no le fue concedido.
Mientras tanto, de la batería enemiga situada al N.O. de la plaza continuaban cañoneando a la Iglesia, y en aquel mismo momento un proyectil dio en una casilla de madera contraída en una de sus torres, y que servía para guarecer de la intemperie a los vigías, en la cual se encontraba el jefe de ellos, Capitán Francisco Peña, a quien una astilla de madera le infirió una gran herida en la frente y el carrillo.
Peña bajó aceleradamente de la torre, y corriendo hacia el General Gómez le dijo:
-"Señor General, por la sangre que vierte mi cara de la herida que acabo de recibir, pido gracia para el reo."
-"Sí, Capitán, ya ele ha sido concedida," contestó el General.
El General Píriz y varios otros jefes habían pedido al General Gómez que el reo fuese liberado de la pena. Concedida la gracia, se había convenido en que se llenarían los requisitos de la sentencia del consejo de guerra conduciéndolo hasta el banquillo, donde le sería perdonada la pena capital, como así se efectuó.
Capitulo 10.
El día 20, las fuerzas sitiadoras del General Flores se habían retirado, y sólo quedaba un campamento de fuerzas en observación, compuesto de una escuadra de caballería y el resto del batallón de marina brasilero, situado en el punto donde estuvo emplazada la batería del costado N.O, cuyos cañones, pertenecientes a la escuadra, habían sido remplazados.
Se dispuso una salida en ese día, para atacar el mencionado campamento. Después de organizadas las fuerzas que debían tomar parte en el ataque se puso a su frente el General Píriz.
Salieron de la plaza, entre los cercos y quintas, llegaron hasta las proximidades de la posición enemiga, que no esperaba el ataque.
Fueron cargados y dispersados con bastantes pérdidas, porque no hicieron mayor resistencia. Los asaltantes no tuvieron más de dos o tres más que dos o tres muertos y tres o cuatro heridos.
Una cañonera brasilera anclada en el río y en situación para que sus fuegos defendiesen el campamento hizo algunos disparos con artillería gruesa, pero con tan mala puntería que las balas y granadas no ofendían, pasando a gran elevación del punto donde se habían colocado las fuerzas salidas de la plaza.
El resultado de la operación fue hacer reembarcar a los infantes y abandonar el punto por el escuadrón de caballería. Se trajeron a la plaza como trofeos conquistados, varios estuches con instrumentos de música, dos cajas de guerra y algunos fusiles y víveres que habían quedado en el campo enemigo.
La consecuencia de este hecho fue librar los alrededores del pueblo de enemigos por algunos días; las fuerzas sitiadoras se retiraron y sólo la escuadra brasilera quedó bloqueando el puerto.
Sin enemigos terrestres a la vista, empezamos a hacer excursiones fuera de trincheras para observar los destrozos y saqueos cometidos por los sitiadores, y un poco de curiosidad y mucho atrevimiento nos impulsaron a llegar hasta el puerto.
Las excursiones se hacían sin permiso; por nuestra cuenta y sin orden ni dirección, íbamos como simples merodeadores, armados de fusil. Al principio mirábamos los buques desde lejos, medio ocultos por los árboles y zanjas; pero notando que desde a bordo nos veían y no nos hacían fuego, fuimos acercándonos hasta llegar a la playa.
Los buques brasileros estaban pintados de negro; pero por efecto del humo de la pólvora, tenían la banda por donde habían disparado su artillería, de color gris o blanquecino.
Como quedaban a distancia donde los tiros de fusil con dificultad podían ofendernos, y alentados por el poco caso que hacían de nosotros, empezamos a gritarles: -
"iOh macacos! ¿Por qué no mandan otra vez a tierra sus infantes de marina? Y algunas otras provocaciones por el estilo.
Sin duda le daría lástima usar de su artillería para dirigirla contra ocho o diez muchachos que andaban diseminados por la playa: lo cierto es que no tomaron en cuenta nuestra presencia y provocaciones.
Uno de los tantos, más atrevido, Natalio Pereyra (1) ayudante del Detall de la Guardia Nacional, nos dijo: - Voy a bañarme, y nadando les gritaré de rnás cerca, para que oigan esos macacos".
En efecto, se desnudó, se echo al agua, y nadando fue hasta cerca de una de las cañoneras brasileras, resguardándose con la cañonera española, anclada en el puerto, y de allí comenzó a gritarles.
Don Miguel Horta, vicecónsul español, que se encontraba aislado en el mencionado buque, le increpó su locura y atrevimiento. Bajó enseguida en un bote a tierra, para pedirnos que nos retirásemos, porque bien podían hacernos un disparo con metralla y herir o matar a alguno de nosotros estérilmente, con lo que concluyó aquella loca aventura.
(1) Natalio Pereyra murió después como valiente que era, en la guerra del Paraguay, en una carga de caballería, comandando un Escuadrón de riograndenses y con el grado de Teniente Coronel.
Capitulo 11.
El día 22, aparecieron nuevamente las fuerzas del General Flores, acompañadas por una división de caballería brasilera, mandada por el General don Antonio Netto.
Acamparon a una legua del pueblo, y sólo se aproximaron algunas guerrillas de caballería.
El Capitán Lamela. Que era el oficial designado siempre para estas evoluciones, salió con alguna gente a tirotearlos.
No hubo en ese día ningún encuentro, ni tuvimos pérdidas que lamentar. Esperábamos que en los siguientes días las fuerzas sitiadoras estrechasen el cerco, para intentar un nuevo ataque.
Al día siguiente nos sorprendió que todo el ejército enemigo hubiera desaparecido de sus posiciones, y entre los comentarios del acontecimiento, nos persuadimos de que el ejército del gobierno, al mando del General Juan Saa habría pasado al Norte del Río Negro y se aproximaría a Paysandú para libertarnos.
Hasta abrigábamos la esperanza, en nuestro espíritu retemplado, de tomar el ejército del General Flores entre dos fuegos y sacar mejor ventaja.
En estas dudas de anhelados deseos, pasamos hasta el día 27, en el que se recibieron comunicaciones de Montevideo alentando al General Gómez para que se sostuviera, diciendo que el General Saa se aproximaba con su ejército para socorrernos.
Tan grata noticia la recibimos con muestras del mayor contento; -se tocaron dianas y se vivó con todo entusiasmo el ejército del General Saa, al cual estaba librada nuestra suerte en aquel trance tan apurado de la guerra que veníamos sosteniendo.
Capitulo 12.
Poco nos duró aquella grata ilusión.
En vez de ver la aproximación de las fuerzas amigas que esperábamos con tanto ahínco, se nos apareció nuevamente el ejército de Flores, ya no solo, sino acompañado por el otro brasilero, con fuerzas numerosas de las tres armas, al mando del Mariscal Mena Barreto. Era el día 29.
El 30 estrecharon el sitio, tomando posiciones para establecer nuevamente baterías con los cañones de grueso calibre de la escuadra.
En la noche de este día se sintió desde la plaza un gran movimiento y ruido como de carros, por todo el costado norte, en la línea enemiga. Con el silencio de la noche se percibieron más tarde, desde la Comandancia Militar, ruidos producidos por picos y palas.
Desde mi puesto, que era el fondo de la expresada Comandancia, oí decir al General Gómez: "Deben de estar poniendo en batería algunos cañones".
Luego ordenó al Capitán Enrique Olivera que Saliese fuera de trincheras con alguna gente y fuese a observar, desde le punto más cerca que le fuera posible, a que respondía aquel movimiento en posición enemiga.
El Capitán Olivera cumplió la orden. Unos zanjones que había próximos al lugar del ruido que se quería descubrir y la oscuridad de la noche, le permitieron llegar con su gente a un punto inmediato, donde emplazaban varias piezas de artillería.
Después de observarlos algunos momentos, mandó a su gente hacerles fuego y se retiró a la plaza.
Sabedores nosotros de la operación, observamos atentamente, desde nuestra posición, el resultado de ella, pues quedaba cerca y en descubierto la pendiente de la cuchilla en cuya cumbre se fortificaban.
Vimos los fogonazos de la gente de Olivera, y contestar después de un momento desde la cuchilla.
Después de este reconocimiento, continuaron con el resto de la noche, los ruidos y movimientos que habíamos notado antes.
Capitulo 13.
A todos en nuestros respectivos puestos y prontos para la pelea, nos encontró la aurora del día 31.
Triste aurora para muchos de los nuestros, pues que fue saludada la plaza por una lluvia de fierro y plomo candentes, convertidos en toda clase de proyectiles conocidos hasta entonces: balas rasas, granadas, metrallas, cohetes y balas de fusil.
En cuanto la claridad del nuevo día permitió que se vislumbrase la cuchilla donde habían establecido sus baterías los sitiadores, oí que desde la plaza decían a los sirvientes de las piezas que nos habían quedado servibles en el Torreón: -''iFuego!''
Y conforme sonó el estampido de aquellos cañonazos, nos contestaron con el diluvio de fuego ya mencionado.
Se oscureció nuevamente la claridad del nuevo día en la posición nuestra, con el humo de las granadas que hacían explosión y los escombros del edificio de la comandancia militar, cuyos lienzos de pared se venían abajo.
Treinta y seis piezas de cañón y varias coheteras hacían fuego simultáneo sobre el recinto atrincherado, fuera de la gruesa artillería que funcionaba desde la escuadra.
Las que habían emplazado sobre la Comandancia Militar, el torreón y la Iglesia, eran en número considerable, y nos barría los obstáculos y barreras de resguardo que teníamos.
Cuando amainó un poco el fuego y clareó de nuevo la atmósfera que se había oscurecido, contemplamos la Comandancia Militar toda desmantelada, mostrando los tirantes en descubierto, que se venían abajo.
El Torreón, con agujeros tremendos, como asimismo los muros y torres de la Iglesia.
En igual estado quedó nuestra trinchera, con una gran brecha abierta en el centro, y cubierto de cascotes el local que ocupábamos. No pudiendo contestar al nutrido fuego de cañón que nos hacían, permanecimos en la posición agazapados, esperando que nos trajeran algún asalto con infanterías.
Esto no se produjo en ningún punto de las líneas de la defensa. Se posesionaron los sitiadores de varios locales, calle por medio con las trincheras, pero no intentaron siquiera un asalto.
No aconteció esto con la comandancia Militar, porque el frente de sus trincheras quedaba en descubierto y en descenso por accidentes del terreno, lo que favorecía la posición para repeler a los atacantes; pero en cambio el mismo descubierto la ponía de blanco a la batería emplazada a nuestro frente, la que habiendo ajustado su puntería,
no nos daba un momento de reposo. Teníamos que estar sentados o medio echados en el suelo, porque a una vara de tierra, pasaban la pared las balas y granadas por docenas, originándonos infinidad de bajas. Una de estas causadas en un guardia nacional, Robustiano Díaz, no se borra nunca de mi recuerdo, cuando tengo ocasión de rememorar aquellos sucesos.
Díaz estaba sentado a mi lado; quería mirar a cada momento hacia el punto de la batería enemigas, pero yo se lo prohibía, hasta que en una de sus paradas, a tiempo le tomaba la camiseta, diciéndole impacientado: "Siéntese, cayó desplomado sobre mi cuerpo: se encontraba sin cabeza. En el momento que se asomaba a una tronera, pasó
por aquella una granada, la que dio cuenta de su existencia.
No solamente los proyectiles nos causaban daño; éramos lesionados también por los fragmentos de ladrillos, desprendidos de las paredes con el choque de las balas; quedaron inutilizados varios compañeros con terribles contusiones, y algunos graves, de muerte.
Entre los contusos leves de fragmentos de ladrillos, cayó Rafael Femández García, quien buscando un reparo menos expuesto, en nuestra trinchera, blanco de los tiros enemigos, se sentó en un extremo en que formaban ángulo dos paredes.
Momentos después rodaba por el suelo envuelto en un montón de escombros: una gruesa bala de cañón había dado precisamente en la esquina cuyo punto opuesto había elegido para sentarse; felizmente perforó más arriba de donde el proyectil pudo ofenderlo.
Comeron a levantarlo, creyéndolo desecho; pero estaba ileso: se estrecho arrimo a la pared lo había salvado de la mole que le cayó encima.
Los escombros le habían sacado limpio el casco de un sombrero duro que llevaba puesto, quedándole el ala metida hasta los ojos.
Una vez parado, se sacó aquel estorbo que lo cegaba, y nos dijo mirándolo, dándose recién cuenta de aquel percance:
-Voy a conservare esta ala de sombrero para que mi mujer la guarde de recuerdo.-
El pobre no tuvo el placer de cumplir su deseo; desgraciadamente dos días después, el de la toma, fue ultimado a tiros en calle 18 de Julio, en la vereda frente a la casa de la familia de Don Miguel Horta. Desde nuestra posición no sabíamos lo que pasaba en las demás trincheras.
Como el edificio de la Comandancia Militar había quedado completamente destrozado, y sus ruinas continuaban siendo el punto fijo donde las baterías enemigas dirigían sus fuegos, el General Gómez no volvió más a aquel punto. Cambió de posición, estableciéndose con su estado mayor en la otra esquina de la plaza, en la misma calle
Florida. Sus ayudantes venían de tiempo en tiempo a dar órdenes e informarse de las novedades que tuviéramos; pero desde la vereda, asomados al zaguán, nos gritaban, porque por aquel pasaje, como quedaba en alto, no se podía transitar; de hacerlo se quedaba expuesto a quedar tendido en el pavimento.
En la noche supimos que el General Píriz, con un puñado de valientes, dio un asalto a la bayoneta ese día, desalojando de la Aduana a las fuerzas sitiadoras que se habían posesionado de aquel edificio, el cual quedaba calle de por medio con nuestra línea de defensa.
Fue un acto de desesperado arrojo, propio aquel denodado hombre de guerra.
Toda la noche, con más o menos intermitencias, duró el fuego de fusil, y de a rato en rato oíase algún cañonazo dirigido sin rumbo.
En nuestra trinchera y en todas las demás, nos ocupábamos de tapar como podíamos, con bolsas de tierra y sacos de lana, las brechas que nos habían hecho durante el día.
Buscamos qué comer, porque no habíamos probado bocado desde el día anterior; pasados los grandes peligros de la dura jornada, los estómagos, pedían algún alimento.
Capitulo 14.
La luz del nuevo día clareó el firmamento.
El fue comienzo del año 1865, y para muchos de los sitiados y sitiadores marcó el final de su existencia.
Recomenzó el fuego terrible contra nuestras posiciones, a cañón y fuera del alcance de nuestros fusiles.
Viendo los sitiadores que la plaza era el punto menos accesible para un asalto, concentraron la mayor parte de sus fuerzas al ataque del extremo Oeste de la defensa, dirigiendo sus fuegos y trabajos de zapa a las trincheras ubicadas en la esquina del Banco Maúa y Jefatura de Policía.
Tomaron posesión de los edificios del frente (calle por medio), iniciándose un combate casi cuerpo a cuerpo, a bala de fusil, y fue en esos puntos donde se peleó más reciamente en todo ese día.
A la tarde, el General Píriz hizo colocar uno de los cañoncitos que quedaban servibles en la bocacalle 18 y Montevideo, para hacer fuego sobre un edificio al Norte, del que los sitiadores se habían posesionado.
Personalmente indicaba a los sirvientes de la pieza adónde debían dirigir la puntería, estando él, a pedido de los mismos, haciendo el aparato de resguardarse, en el hueco de una de las puertas de la casa de la señora Justa rocha.
Al cabo de un rato, una bala de fusil vino a herirlo mortalmente en el vientre.
Fue levantado inmediatamente por sus subordinados y llevado a la casa de la señora Carmen Laserre, donde falleció esa misma noche.
En el costado Este, ese día fue herido mortalmente el Coronel Emilio Raña por una bala de fusil. Esto ocurrió en el corralón donde estaban situadas las fuerzas de su mando, y en momentos en que las alentaba para que no decayesen de su estoico coraje.
En la comandancia militar, diseminados entre escombros, y sufriendo las descargas de artillería, esperábamos que por momentos trajeran alguna carga formal de infantería a nuestras trincheras.
La guarnición de las trinchera de la otra esquina sufría iguales descalabros que la nuestra, lo mismo que los que defendían la Iglesia, cuya posición mandaba el Mayor don Belisario Estorba.
Este tenía un pequeño cañón, con el que, desde una ventana de la sacristía, hacía algún disparo, el cual era contestado con una descarga de granadas, metralla y bala rasa.
La ventana aludida quedaba en un alto; calle por medio, abajo, estaba la trinchera que llamábamos de la "Artillería", entre cuyos defensores formaba parte el malogrado Felipe Argentó.
Después de cada descarga de la artillería enemiga, contestando el cañoncito de Estorba, oíamos desde nuestra posición la voz de Argentó, que decía: "Comandante Estorba, déjese de hacernos despedazar con su cañoncito, que no les hace daño; alguno; en cambio nos crucifican a nosotros que estamos acá abajo".
El pobre Argentó predecía lo que iba a acontecerle, pues que estando sentado con otro sobre un madero, una de las tantas balas de cañón que cruzaban vino a llevarle ambas piernas, sucumbiendo pocos minutos después. Parecía que el proyectil aquel fuera destinado solamente a una persona, pues que ninguno de los otros compañeros que estaban sentados junto a él, fue tocado; aconteciendo que el proyectil ni los tomó frente sino sesgo.
El Teniente de Marina Lizardo Sierra vino a traernos la infausta noticia, la que nos causó la impresión consiguiente, pues hacía pocos momentos que le habíamos oído pedir a Estorba que cesara de hacer fuego con su cañoncito.
"Una de las balas de cañón echó abajo la bandera que flameaba en la media naranja de la Iglesia. El valeroso Teniente Ensina, cruzó por la bóveda de la nave principal de la mencionada Iglesia, subió por la escalera de la media naranja que quedaba en descubierto, y colocó de nuevo la bandera. Durante todo el tiempo que duró esta operación, le dirigieron toda clase de proyectiles, los que no interrumpieron en lo más mínimo su intento. Cuando bajó, al cruzar de regreso la bóveda de la nave, una bala de cañón horadó a esta a sus pies; la conmoción sufrida en el piso que cruzaba, lo hizo tambalear, pero él siguió con paso tranquilo hasta la extremidad por donde debía bajar. (1)
Algunos de los artilleros de la batería enemiga ya habían concretado a echar abajo la torre derecha de la Iglesia; y como a tan corta distancia hacían fuego sin molestados, ajustaron el tiro a la torre, hasta que dieran con ella en tierra.
(1) Este joven oficial fue victima, más tarde, de nuestras continuas luchas civiles. Murió en la revolución del año 1870, llamado por Aparicio. Cruzando con una partida el río Tacuarembó Grande, unos matreros ocultos en el monte les hicieron una descarga de fusilería. Una bala le fracturó una pierna, y a consecuencia de la herida murió a los pocos días en la Jefatura de Policía de Tacuarembó.
Desde nuestra posición, sentados en el suelo observábamos los blancos que hacían en el muro, vimos cuando se desprendió primero lentamente aquella mole, para precipitarse después en el espacio.
Una gritería del enemigo, saludó el hecho, el que no causó ningún daño porque no había nadie en ella.
Hacía dos días que no comíamos, y debido a la inacción en que nos encontrábamos, empezó a apurar nuestros escuálidos estómagos el deseo de algún alimento.
Nuestro jefe, el Mayor Torcuato González, tenía de asistente a un negro, que era el cocinero de su establecimiento de campo.
Le ordenó que matara unos patosa que había en al comandancia y los sancochase, para satisfacer con su carne el hambre que nos apremiaba.
Se mataron los patos; pero después de la consumación del sacrificio de aquellos palmípedos, una bala de cañón sacrificó a la vez al cocinero quien, después de poner agua a calentar para desplumarlos, se había tendido tranquilamente en la tierra, y en aquella posición, dormido, vino el proyectil a sumirlo en el sueño eterno.
Quedaron los patos muertos, sin que nadie se acordase de continuar la faena de cocina comenzada por el pobre negro.
Al cabo pasó el terrible día, dejando huellas sangrientas por todos lados.
En mi trinchera pagaron tributo a la patria con su vida, cuatro o cinco entre oficiales y soldados.
En cuanto llegó la noche, se presentó un ayudante del General Gómez a citar, de parte de aquel, al Mayor González, para que concurriera a un Consejo de jefes, que tendría esa noche en la Jefatura de Policía, no sé cual sería la forma que revistió la discusión en aquel Consejo de jefes, que tuvo lugar momentos después. Pero el asunto principal fue tratar con el enemigo sobre la rendición de la plaza en virtud de no ser posible continuar resistiéndonos, no solamente por la falta de municiones y hombres, porque de los defensores de la plaza, habían quedado casi la mitad de ellos fuera de combate entre muertos y heridos, sino también porque los que quedaban, estaban poco menos que exhaustos de fuerzas, debido al cansancio originado por los días con sus noches de continua lucha, sin alimentarse ni dormir.
Cuando volvió el Mayor González al lugar de su mando, me impuso solamente de que por deliberación del Consejo, se había resuelto mandar aquella misma noche una nota al General Flores, pidiendo una tregua para recoger heridos y enterrar nuestros muertos, -
habiéndose designado para ser conductor de aquella al Coronel don Atanasildo Saldaña, jefe adicto a las fuerzas sitiadoras, que había sido tomado prisionero, con anterioridad al sitio, en un encuentro habido en la campaña del departamento;- que el General Gómez se oponía a una rendición incondicional; expresándose el Mayor González, más o menos en estos términos: "El viejo está encaprichado en seguir la pelea, y ya no podemos resistir porque no nos queda gente para defender las trincheras."
Nos dijo también que el General Gómez había ido a ver al General Píriz, quien moriría quizás aquella misma noche, de resultas de su herida, pero que le había recomendado concretara todos los esfuerzos a la defensa del costado Oeste (calle 18 de Julio y Jefatura de Policía), que era el punto donde el enemigo había concretado el mayor número de fuerzas para el ataque. El comisionado salió esa noche fuera de trincheras por la Jefatura, con la nota aludida.
Volvió horas después con la contestación, en la que no accediendo los sitiadores a lo solicitado, se intimaba la rendición de la plaza sin condiciones, ofreciendo respetar la vida de los heridos, de los jefes y oficiales que encontraran dentro del recinto de la defensa.
En esa madrugada, en momentos que contestaba esta nota en el Cuartel de la Guardia Nacional, fue tomado prisionero el General Gómez, conjuntamente con los jefes y oficiales que lo rodeaban, por un jefe brasilero que había penetrado hasta allí con algunas fuerzas, sin que se le opusiera ninguna clase de resistencia.
Capitulo 15.
La noche del lo al 2 de enero, la pasamos en nuestra posición como las anteriores, en vela, tendidos en tierra, con el oído alerta, esperando que el enemigo avanzara para asaltar el muro donde nos resguardábamos. Al amanecer empezó el fuego de cañón desde la batería que teníamos a nuestro frente, pero las fuerzas de infantería permanecían
distanciadas, fuera del alcance de nuestros fusiles.
Nuestro comandante, Mayor González, había ido a informarse del resultado de las negociaciones entabladas con el enemigo, y desde el punto donde se encontraba el General Gómez, mandó un ayudante con la orden de que pusiéramos bandera de parlamento en nuestra trinchera. Los cañones enemigos suspendieron en el acto el sus fuegos, y la infantería brasilera, que eran las fuerzas que teníamos al frente, empezaron a moverse, acercándose a nuestra posiciones.
En virtud de este avance, mandamos pedir órdenes sobre la actitud que deberíamos tomar. Se nos contestó que saliéramos de nuestras respectivas trincheras a la plaza, pusiéramos las armas en pabellón frente a cada una de ellas y formados esperásemos órdenes.
Habiendo quedado nuestras defensas desguarnecidas, las fuerzas brasileras traspusieron los muros despedazados por el nutrido fuego de cañón que nos había estado haciendo; y en el mayor orden, sin decimos una palabra, nos rodearon, haciéndonos sus prisioneros. Los soldados comentaban, con palabras elogiosas, el escasísimo número de defensores (éramos allí, quince oficiales y tropa), que habían sostenido el ataque durante tanto tiempo, desde aquellos escombros.
Momentos antes de este hecho, las fuerzas que quedaban pertenecientes a la defensa, habían recibido orden de concentrarse en la plaza.
Venían éstas por pelotones, desarmados, a agruparse en el centro de ella; cabizbajos, pero serenos, con la conciencia de que habían cumplido para con la patria su más estricto deber; actitud que respetaban los vencedores, principalmente los que pertenecían al Ejército Brasilero, que fueron los primeros que penetraron a la plaza, rodeando en seguida los diversos grupos que se encontraban allí, haciéndolos sus prisioneros.
En ese mismo instante fue arriada la bandera oriental que flameaba en la cúpula de la media naranja de la Iglesia, y enarbolado en sustitución de ella, el pabellón auriverde brasilero.
El acto éste me conmovió de una manera intensa, viendo que nuestros mismos conciudadanos por divergencias políticas o de mando, eran cooperadores en la humillación de nuestro emblema patrio, al que habíamos defendido con tanto tesón, haciendo caso omiso de nuestras vidas, ofreciéndolas en el holocausto.
Estando así rodeados, se presentó ante nosotros el Almirante de la Escuadra Argentina don José Muratore, con un pequeño latiguito en la mano, acompañado de su secretario, don José M de las Carreras.
Empezó por exhortarnos a que no tuviésemos dudas de que nuestras vidas serían respetadas.
-"Ustedes son dignos de todo respeto, nos dijo: se han conducido con un valor extraordinario, y, en mi carácter de Almirante de la Escuadra Argentina, garanto de sus vidas y personas."
En ese momento llegó a la plaza el Coronel Gregorio Suárez, seguido de un numeroso grupo de ofíciales y soldados.
Iba a cabailo, llevando la bandera oriental de la Compañía Urbana del Departamento, que la habría tomado de la Jefatura de Policía, donde se encontraba. Cuando se aproximó a nosotros, nos gritó, enfurecido, las siguientes palabras, que nunca se han borrado de mi mente: "icobardes, infames; mire que gritarles macacos a una nación honrada! ... Si no fuera por el Almirante Muratore, los mandaba a fusilar a todos ahora mismo".
El Almirante Muratore, con palabras comedidas, pero fuertes, expresó "icoronel! Está ante prisioneros rendidos y desarmados que las leyes de guerra respetan, y son además, dignos de toda consideración por el arrojo y valor de que han dado pruebas".
Acto continuo, el Coronel Suárez se dirigió al Capitán Enrique Olivera, que se encontraba a corta distancia, y a quien un amigo suyo, que militaba en las filas contrarias, le había puesto su sombrero, el que llevaba la divisa colorada:
"¡Y tú, bandido, asesino con la divisa del ejército Libertador!" e inclinándose sobre la cabalgadura como para darle un golpe de lanza con la moharra del asta de la bandera que llevaba en la mano, se contentó con darle un golpe en la cabeza, ordenándole con denuestos, que se quitase la divisa.
El Almirante Muratore, comedidas pero fuertes, volvió a increparle su violencia, diciéndole que el General Flores había puesto bajo su salvaguardia los prisioneros rendidos. En seguida se dirigió a un oficial muy mal entrazado, que se acercaba a nosotros sable en mano, diciéndole: "Señor oficial, señor oficial, envaine usted su espada, la que no debe deshonrarse contra valientes desarmados." Entonces el Coronel Suárez cambió su actitud de tigre enfurecido, y dirigiéndose al Almirante le dijo: -"Es una cobardía haberse rendido con muchachos tan valientes! ; y desapareció de nuestra presencia seguido de parte de los que lo acompañaban, quedando nosotros rogando paras que no volviera más al punto donde nos encontrábamos.
En medio de aquel tumulto de soldados de los ejércitos brasilero y revolucionario, apareció la señora Rosa Rey de González, con una toalla enarbolada en un palo de escoba, seguida por su madre, doña Isabel Rey y una sirvienta.
Exhortaba a los vencedores a la clemencia para los vencidos, se mezclaba en todos los grupos, hasta que dio con su esposo, que se encontraba en uno de aquellos.
La señora Isabel Rey no se contentó con acompañar a su hija a aquel acto de verdadera abnegación: fue en seguida a recorrer los demás pelotones de prisioneros, para ver si encontraba a sus hijos y demás conocidos que quedaban con vida.
Encontróme en uno de ellos, se acercó, y dándome un manotón me quitó el sombrero de la cabeza diciéndome: "Pero muchacho, no te has quitado la divisa". Efectivamente, la llevaba aún puesta.
Algunos músicos de nuestra banda se agruparon en la verja que circundaba la mutilada pirámide de la Libertad que existía en el centro de la plaza, y comenzaron a tocar dianas.
Me impresionó aquel acto, sugerido por el temor ante el peligro que corrían sus vidas, o por festejar el éxito, aún cuando los ejecutantes eran los vencidos.
Mientras tanto, sacaban de un grupo de prisioneros, allí inmediato, a un Teniente Arcas, del Batallón "Defensores", -joven, alto, algo grueso, blanco y rubio-, para ultimarlo en un corralón que daba frente a la plaza, al lado de la casa en construcción de Argentó.
El Teniente Arcas, al pasar a cierta distancia nuestra, nos dirigió una mirada de desolación como diciéndonos: "A Dios, que él los salve a ustedes; yo voy al sacrificio".
Momentos después se oyeron las descargas que concluyeron con la vida de este oficial y algunos otros mártires del deber, que nosotros no vimos conducir a aquel paraje, elegido para sacrificios.
Hubo también actos de cariño personal, recordando entre varios a Eduardo Olave, que sacó del brazo de un grupo de prisioneros a su amigo el Capitán Adolfo Areta, y no lo abandonó hasta dejarlo en salvo.
Estas son las lecciones que se cosechan en el mundo, en lo que pasa en todo lo que es humano, y que quedan impresas en la mente de los que han pasado por tales trances.
Dios permita que no vuelvan jamás a repetirse en mi patria hechos de igual naturaleza.
jQue la civilización inculque otras ideas a mis conciudadanos, borrando de su impetuoso espíritu enconos de exterminio partidario, humanizando las luchas civiles!
Capitulo 16.
Algunas horas después, nos sacaron a todos de la plaza por el extremo Este de la calle 18 de Julio.
Salimos al recinto atrincherado por el corralón que había guarnecido a las fuerzas al mando del Coronel Raña; se nos condujo fuera de la población, haciendo alto en los alrededores del edificio llamado entonces "azotea de don Servando Gómez", en el cual dejaron un grupo de prisioneros; los demás, quedamos en el campo con guardias, separados por pelotones.
Se hicieron fogones, trajeron carne, -la empezaron a devorar apenas caliente-.
Al cabo de un rato de estar en el grupo donde me encontraba, se presentó un ayudante del General Flores, acompañado de un oficial y algunos soldados de Caballería brasilera.
Preguntó el primero en voz alta: ¿No se encuentra aquí prisionero Orlando Ribero?
Sí, aquí estoy, contesté; sin ocurrírseme sospechar el objeto de aquella pregunta.
El ayudante hablaba en aquel momento con el oficial de la gente que nos custodiaba, y al acercarme, se dirigió a mí, diciéndome: "Vaya con el señor", indicándome el oficial brasilero.
Este había hecho desmontar a uno de los soldados, y significándome que subiera en aquel caballo, agregó: "Lo he andado buscando por todos los grupos de prisioneros".
"Y ¿Dónde me lleva?". Al campamento del Coronel Victorino Monteiro, su pariente".
Recién me di cuenta de que el objeto de la busca era para libertarme; pues que, después de tantas zozobras y peligros, queda uno insensible, sin que los hechos subsiguientes le llamen mayormente la atención.
Yo no sabía nada de mis demás hermanos: sólo a Máximo había visto en la plaza, en el primer momento de caer prisionero. Este me dijo: "Es mejor que cada uno vaya por distinto lado; yo voy a incorporarme a un grupo de oficiales; quédate tú aquí. Es mejor correr nuestra suerte separadamente".
Llegado que hube al campamento del Coronel Monteiro, me encontré allí con Máximo, Atanasio y Rafael, con quienes se había procedido de la misma manera que conmigo, buscándolos para llevarlos a aquel refugio seguro. Allí supe la suerte que había cabido a nuestro hermano Pedro muerto en la madrugada de ese mismo día, momentos antes de entregarnos.
Ocurrió, según narración de Rafael, que era su ayudante y testigo presencial del hecho, de la manera siguiente:
Esa madrugada fue herido mortalmente le jefe de la línea Oeste, Coronel Tristán Azambuya, en la casa frente al Banco Maúa.
Cuando el General Gómez tuvo conocimiento del suceso, ordenó al Teniente Coronel Pedro Ribero se hiciese cargo de esa línea, extendiendo su acción de mando, puesto que estaba a su cargo la que correspondía a la Jefatura de Policía.
Conforme recibió la orden, pasó, por un boquete hecho en una de las paredes de la Jefatura a la casa llamada "Ancla Dorada”, para pasar por sus fondos a la casa que hace esquina a la calle 18 de Julio, donde había sido muerto el Coronel Azambuya.
Cuando recorría este último trayecto, le hicieron una descarga desde la azotea de enfrente, de la que se habían posesionado fuerzas brasileras. Cayó muerto instantáneamente herido por una bala que le entró en el estómago, yendo a incrustarse en la espina dorsal.
Rafael, que iba procediendo a corta distancia, no tuvo más tiempo que el necesario para levantarlo, ayudado por otros compañeros, y depositarlo en una pieza de la casa "Ancla Dorada", retirándose a la Jefatura, donde estaba Atanasio, a quien le participó el infausto acontecimiento, en momento que recibía la orden de poner bandera de parlamento; cesando por este hecho el fuego mortífero que de parte a parte se sostenía.
Momentos después, habiéndose entablado conversaciones entre sitiados y sitiadores, reconociéndose algunos amigos que militaban en distintas filas, Atanasio se dirigió a la Comandancia Militar, para poner en conocimiento del General Gómez lo que pasaba.
Llegado que hubo a la casa de Iglesias, cuartel de la Guardia Nacional, donde se encontraba el General Gómez, refiriéndose en pocas palabras lo ocurrido. Tenía éste una nota en la mano, y le dijo por toda contestación: "Siéntese para contestar esta nota".
Atanasio empezó a escribir con mano alterada de lo que él le dictaba, en momentos que entraba a la plaza Ernesto de las Carreras.
El General Gómez pidió entonces a Carreras que escribiese la contestación a la nota aludida.
Había empezado a hacerlo, cuando se presentó un Comandante de las fuerzas brasileras rodeado de algunos oficiales, quien intimó al General Gómez que se entregase prisionero.
Este objetó que estaba contestando la nota del General Flores y almirante Tamandaré, por la cual pedía condiciones para la entrega de la plaza.
El Comandante le contestó;
-¡''General Gómez, ya no hay tiempo para eso; yo le intimo se entregue prisionero, dándole garantías para su vida y la de todos los jefes y oficiales que lo acompañan!
El General Gómez dijo entonces:
-Bien, señor oficial, me entrego prisionero, y sólo pido garantías para los valientes que me han acompañado en la defensa de la integridad de la patria. Para mi no pido nada: quedo sujeto a las leyes de la guerra".
Salió de allí el General Gómez con un grupo de jefes y oficiales, todos prisioneros, custodiados por fuerzas brasileras al mando del mencionado Comandante, que tuvo la prelación de este hecho. Tomaron por calle 18 de Julio, con dirección al puerto.
Iban en marcha, cuando se presentó el Comandante Belén pidiendo la entrega de los prisioneros, invocando órdenes del General Flores y Coronel Gregorio Suárez.
El jefe brasilero se resistió al pedido, alegando que eran sus prisioneros de guerra.
Estando en estas alegaciones sobre mejor derecho, uno y otros jefes, se dirigieron al General Gómez, preguntándole que de quiénes prefería ser prisionero: si de los brasileros o de los orientales.
El General Gómez impulsado sin duda por uno de sus tantos rasgos de patriotismo, contestó, más o menos:
-"Prefiero ser prisionero de mis conciudadanos, antes de que de extranjeros."
A raíz de esta declaración, las huestes que acompañaban al Comandante Belén se hicieron cargo de aquel grupo de valientes, que iban a ser sacrificados horas después.
Continuaron la marcha, doblando por la calle Comercio, para detenerse en la trinchera que existía en la esquina de la calle 8 de Octubre, junto a la casa de Sacarello.
Allí demoraron un largo rato, esperando órdenes, según decía Belén.
En este intervalo de tiempo, se disgregaron algunos de los prisioneros, sacados de aquel grupo por amigos que militaban en las fuerzas contrarias, entre ellos el Mayor Belisario Estomba, quien debido a esto, salvó su vida, como igualmente los demás que tuvieron la suerte de encontrar quienes los sacasen de aquel grupo destinado a ser
sacrificado:
Al cabo apareció un ayudante, o jefe, quien trasmitió órdenes en voz baja, siguiendo después la marcha calle 8 de Octubre abajo, hasta nuestra casa paterna, situada en la misma esquina, a Treinta y Tres.
Esta casa tenía dos cuerpos; uno lo formaban un almacén y dos piezas, con frente a la calle Treinta y Tres, y a su fondo, en la misma, un patio con cochera y caballeriza.
El segundo cuerpo era la casa de familia, con frente a la calle 8 de Octubre; su zaguán daba entrada aun patio en cuya extremidad se encontraba el comedor, con un corredor sostenido por columnas, teniendo éste comunicación por sus extremos, por un costado al patio de la cochera y por el otro a un huerto o jardín. Llegados los prisioneros que habían quedado reducidos a cinco, a esa casa, los instalaron en la caballeriza.
Momentos después, vino otro jefe, Comandante, García, sobrino del Coronel Suárez, y pidió al General Gómez que lo acompañase.
Fue conducido al comedor, donde se hallaba reunido un titulado consejo de guerra (1).
De allí fue sacado momentos después y llevado al huerto, donde fue fusilado contra la pared de la casa que daba frente al Oeste, al costado izquierdo de la salida.
Se dijo luego, que el General Gómez, en aquel solemne momento, había depositado en manos del Comandante Belén su reloj, para que lo hiciese entregar a sus hijos; pero el Comandante Belén afirmaba después, que el General Gómez se lo había donado, a su solicitud, en señal de recuerdo.
Los otros cuatro, compañeros que habían quedado en la caballeriza, supieron la suerte que les esperaba, cuando oyeron las descargas. Seguidamente vino el mismo jefe, en busca de otro.
Se dirigió al Comandante Eduviges Acuña, que era a quien tenía más cerca.
Entonces se adelantó el comandante Braga, diciendo: -"A mí me toca primero, porque tengo mayor jerarquía militar" y con paso firme, siguió el mismo camino por el que habían conducido a su antecesor, sintiéndose luego otra descarga.
En el mismo orden vinieron después en busca del mencionado Comandante Acuña y Capitán Federico Fernández.
Este último llevaba puesto un poncho de verano; se lo quitó, como también la blusa, y alargando estas prendas a los soldados que los custodiaban, les dijo: "Tomen esto, que a mí ya no me servirá, y así se evita de que queden estas ropas agujereadas y manchadas con sangre".
El último que quedó de los cinco fue nuestro hermano Atanasio, testigo presencial de la hecatombe.
Cuando le tocó el turno, se puso en marcha como los demás, pero su conductor, en vez de llevarlo por el corredor que daba acceso al comedor, lo hizo entrar a las piezas contiguas al almacén de la esquina y allí le dijo: - "Estaba pensando en si salvaría a usted o a ese otro mozo que acaban de fusilar; me decidí por usted al verlo tan joven.
Sacólo a la calle por una de las puertas de la esquina, en momentos que pasaba un grupo de prisioneros con dirección al puerto, conducidos por fuerzas brasileras.
(1) Después, por referencias del Coronel don Eustaquio Ramos, supe que don Isaac de Tezanos se encontraba ente ese grupo de ajusticiadores.
Lo entregó a éstas, pero exigió después que le diesen en cambio otro de los prisioneros que llevaban, pues que debía de dar cuenta del número de los que le habían entregado.
El oficial brasilero no quiso acceder a tan inusitado pedido, previendo el bárbaro fin que tendría el infeliz sustituto, si llegaba a entregarlo. Siguió incontinenti con sus prisioneros hasta el puerto.
Allí después de tan desesperada odisea; fue donde encontró el ayudante del Coronel Victorino Monteiro, encargado de conducirlo a su campamento, si lo hallaba con vida.
Los cuatro cadáveres de los jefes fusilados, fueron sacados del huerto y puestos en fila en el patio de la casa.
Nuestro padre entró a ella horas después y se encontró con aquel espectáculo.
Al cadáver del General Gómez le habían cercenado la larga pera que usaba.
Volvió después, con el propósito de darles sepultura en la misma casa, como lo había hecho con su hijo Pedro, en el corralón al costado de la Jefatura; pero ya nos los encontró: los habían conducido al cementerio, arrojándolos al osario general, confundidos con infinidad de otros hacinados allí.
Capitulo 17.
El Coronel Monteiro nos hizo manifestaciones de cordial aprecio, lamentando la muerte en último instante de nuestro hermano Pedro, que era el único de todos nosotros que conocía.
Como primera providencia, nos hizo preparar un buen asado, el que devoramos acompañados con fariña seca. Estando nuestro espíritu más tranquilo, un apetito desordenado sintieron nuestros vacíos estómagos, y una vez satisfecha aquella necesidad, nos entregamos a un sueño reparador de nuestras fuerzas.
Para el efecto, el Coronel Monteiro había hecho tender bajo unos árboles varias caronas y otras piezas de recados, y allí nos tiramos los cuatro, quedando casi instantáneamente dormidos.
Muy avanzada ya la noche, se despertó Máximo. Llamóle la atención ver un número considerable de centinelas amados rodeaban nuestro campo de descanso.
Entonces el Coronel, que había hecho tender su cama de campaña a nuestro lado y que estaba despierto, le dijo: "No se alarme; he procedido a tomar esta medida de seguridad, porque se ha allegado al cuerpo de guardia una partida de gente perteneciente al ejército del General Flores, preguntando si en el campo de mi mando había algunos prisioneros. Como no sé el objeto que los ha traído con esa misión a altas oradse la noche, he hecho reforzar las guardias, y, por aditamento he ordenado que cuiden nuestro sueño un buen número de tiradores.
Permanecimos tres días en el mencionado campamento, por indicación amistosa del Coronel Monteiro, quien creyó que no era prudente acercamos al puerto para embarcamos mientras no se pusiera coto a los desmanes de la soldadesca, entregada a toda clase de desórdenes y pillaje.
Una vez desaparecidos aquellos inconvenientes, fuimos acompañados por aquel caballeresco jefe, varios oficiales y una escolta, hasta el puerto, embarcándonos en una lancha que nos llevó a bordo del buque de guerra argentino "Guardia Nacional".
Allí encontramos a varias personas conocidas, entre ellas a don Benito Chain, don Anacleto Trigal y otros, los que nos abrazaban y felicitaban por haber salido con vida e ilesos de tan tremendos y desiguales combates.
Estaba allí también don Eleuterio Mujica, autor del cercenamiento de la pera de don Leandro.
Supe que este señor había cometido el hecho poco culto de usar aquel despojo del héroe en forma de pincel, pasándolo por la cara de varias personas que se encontraban a bordo del "Guardia Nacional".
Cuando lo supo el Almirante Muratore, le increpó aquel acto de poco respeto a reliquias que debían ser sagradas para todos aquellos que habían presenciado la entereza del héroe sacrificado.
Mujica se disculpó aduciendo que había sacado aquello del cadáver para enviarlo a la familia del muerto. Nunca oí decir que tal cosa hubiese sucedido.
FIN
Orlando Rivero
"...volví a este pueblo olvidado tratando de recomponer con tantas astillas dispersas el espejo roto de la memoria".
Gabriel García Márquez
"Crónica de una muerte anunciada"
La heroica defensa de Paysandú
Durante el ciclo escolar en brevísimos pasajes se aborda el tema, en Secundaria está introducido en el programa de historia nacional, con esta entrega queremos poner al alcance de todos una versión oficial, escrita por un protagonista directo de la defensa de Paysandú en los años 1864 - 1865.
Un acontecimiento que escapa a la realidad nacional, para transformarse en importantísimo episodio regional e internacional.
En el puerto sanducero estuvieron presentes fragatas de varios países, como testigos y observadores de un episodio que se transformaría en el preámbulo de la trágica "Guerra contra el Paraguay" donde las oligarquías gobernantes del Río de la Plata y Brasil aniquilaron y desbastaron al país más próspero de la región, hundiéndolo en la ruina e ignorancia que no le permitió desarrollarse hasta nuestro tiempo.
Con esta entrega apostamos por continuar reinterpretando la gesta de Paysandú, un hecho que se coloca por encima de divisas partidarias, rescatando la defensa de valores como la dignidad, la justicia, la defensa de la soberanía y la patria.
Un puñado de héroes comandados por el General Leandro Gómez, durante treinta y tres días ofrecieron resistencia a las fuerzas de Venancio Flores y la potencia de la marina y ejército de Brasil.
El ingenio, la valentía, la convicción de lucha por una causa justa, hicieron posible que el débil se vuelva fuerte y las frágiles trincheras y murallas, impenetrables.
RECUERDOS DE PAYSANDU
Orlando Rivero
Después del transcurso de un tiempo que abarca más de veinte y ocho años, se me ha ocurrido consignar algunos breves apuntes de los episodios de la Defensa de Paysandú, en la cual fui actor.
No es mi propósito el de que sean algún día publicados, porque su redacción será incorrecta a causa de mi falta de preparación para escribir algo cuya lectura pudiera interesar. Lo que consigne, no será más que la reminiscencia de una etapa de los primeros años de mi vida; donde el destino me llevo a ocupar un puesto de un hecho que la historia ha consignado ya como una de las glorias de mi patria.
Cuando se pasan los diez lustros de existencia, la imaginación recorre aquellos sucesos que han quedado más impresos en ella con relación a las emociones recibidas; -y por cierto que aquéllas fueron de las que no se olvidan mientras conserve la facultad del pensamiento.
También estos recuerdos encierran cierta vanidad del ciudadano que cree haber cumplido con su deberes para con la patria, defendiendo los principios políticos a que estaba afiliado.
El tiempo y los sucesos que se han desarrollado después de aquel luctuoso hecho de guerra, han traído el convencimiento de la justicia de la cusa que defendían, hasta de los mismos que en aquella época la combatían.
Como estos apuntes se refieren en una gran parte a hechos personales, son dedicados puramente para mis hijos, que aún son niños.
Pienso que pueden servirles como lección en el cumplimiento de sus deberes para con su patria, -si fatalmente tienen algún día que contribuir con el contingente de su sangre a al defensa de su integridad, de su honor e instituciones.
Buenos Aires, 20 de mayo de 1893
Capitulo 1
Eran los primeros días del mes de diciembre del año 1864. La ciudad de Paysandú estaba convertida en plaza fuerte. Hacía más de un año que era continuamente amenazada con las apariciones del ejercito revolucionario que comandaba el General don Venancio Flores, -con el que día a día, manteníamos pequeñas escaramuzas, pero que, a excepción de una salida al puerto efectuada el 8 de enero del mismo año, para proteger el desembarco de un pequeño contingente de infantería que mandó el Coronel don Juan Lenguas en dos lanchones desde el Salto, ningún otro hecho llegó a tener mayor importancia.
El puerto estaba, bloqueado por la escuadra brasilera, que se componía de cinco buques al mando del Almirante Tamandaré; pero esta escuadra sólo se concretaba a impedir que la plaza pudiera recibir auxilios de guerra. Fuera de esto, no nos había sido mayormente hostil hasta la fecha.
Nuestro brillante jefe, el General don Leandro Gómez, con ese espíritu incansable que lo distinguía, mantenía con disciplina y entusiasmo admirable, a las tropas que guarnecían la plaza.
Jamás hubo vigilancia de cuartel en los pequeños cuerpos que la componían, por temor deque los soldados abandonasen sus filas.
Había entre todos el convencimiento del ineludible deber que teníamos que cumplir.
El compañerismo entre los jefes, oficiales y soldados era innato; -todos nos conocíamos;- todos éramos amigos;- todos nos ofrecíamos, ya fuera para ayudarnos en actos de servicio, como para desempeñar comisiones aunque fuesen de carácter arriesgado.
Estaba sentado como principio, que cualquiera comisión, por peligrosa que fuese, era desempeñada voluntariamente por la Guardia Nacional, brazo fuerte y consciente de aquella memorable defensa. El General Leandro Gómez llamaba al jefe u oficial que él creía más apto para desempeñarla. Este, después de recibir las órdenes del caso se dirigía casi siempre al cuartel de la Guardia Nacional, pedía la formación de la compañía que estaba de cuartel y, dirigiéndose a ella, les decía: "Necesito tantos hombres para una comisión arriesgada; los que quieran acompañarme, avancen cuatro pasos al frente". No hubo ejemplo de que hubiese que elegirlos, porque la compañía que se encontraba en formación, toda avanzaba.
Tal era el espíritu de bravura y pundonor que el General Gómez había sabido imprimir en el espíritu de los soldados que comandaba. Con sus proclamas, sus arengas sus visitas a las guardias, los cuarteles, las avanzadas; en fin, en todas partes y a todas horas donde estaban apostados sus soldados, los retemplaba.
La línea de atrincheramiento de la plaza abarcaba una zona de seis cuadras de Este a Oeste y dos cuadras de Norte a Sud. Las trincheras en las bocacalles de tres metros de profundidad por otro tanto ancho eran construidas de ladrillo sentado en barro, con una zanja exterior.
Las entradas principales al radio fortificado eran extremos de la calle 18 de Julio, cerradas por un portón de fierro y un puente levadizo por medio de rondanas, cuyo puente se mantenía echado sobre la zanja.
Tres trincheras, en forma de semicírculo, estaban situadas: una en calle 18 de Julio extremo Oeste; otra, en la calle 8 de Octubre y Montevideo, esquina de la Jefatura de Policía, y la otra, en la misma calle 8 de octubre y Monte Caseros, frente al Hospital, según el croquis anexo a estos apuntes.
Las demás eran rectas. Como la zona que abarcaba y cerraba el atrincheramiento había muchos cercos de pared, estos habían sido aspillerados, pero sin oponer más resistencia que el simple muro.
Se habían construido en el extremo Este-Sud de la plaza principal un torreón de ladrillo y cal, al que se subía por una explanada que lo bordeaba por el costado Norte y Oeste, cuyo torreón estaba artillado con tres piezas antiguas de fierro. 2 de calibre 8 y una 6. La bautizó el General Gómez con el nombre de "Baluarte de la Ley".
En la parte baja de esta batería estaba la cuadra de los artilleros y debajo de la explanada se había situado uno de los polvorines que tenía la plaza.
La batería estaba bajo el mando del Teniente Coronel don Juan M. Braga, y jefe del polvorín era el Capitán don Ladislao Gadea.
La guarnición de la plaza la componían entre todos novecientos y pico de hombres (no recuerdo el número exacto, pero creo que no alcanzaban a novecientos cincuenta hombres), y se descomponían más o menos así: -Dos compañías del lo de Cazadores, mandadas por el Sargento Mayor don Belisario Estorba. Una compañía del 2" de Cazadores, que estaba al mando del Capitán don Adolfo Areta. La Compañía Urbana de la plaza, mandada por el Jefe Político don Pedro Ribero. La Guardia Nacional de infantería de la ciudad, que no alcanzaba a 200 hombres, mandada por el Comandante
don Federico Aberasturi; un pequeño destacamento de artillería volante, mandado por el Capitán don Federico Fernández; un escuadrón de Guardias Nacionales de caballería desmontada, mandado por el Coronel Emilio Raña; unos 100 hombres Guardias Nacionales de caballería e infantería que pertenecían al departamento de Tacuarembó, mandados por el Coronel don Tristán Azambuya, y un pequeño contingente también de Guardias Nacionales, que se incorporaron a la plaza con el Comandante don Juan M. Braga, jefe político de Mercedes.
La artillería se componía de 3 piezas de bronce, 2 de calibre 4 y 1 de 9. Dos colizas de fierro de 6 con las que estaban artillado el vapor "Villa de Salto", cuyo buque, al mando de Pedro Ribero después de haber forzado el bloqueo desde el puerto de Salto, el día 7 de setiembre de este año, contra toda la Escuadra Brasileña que estaba apostada en el Río Uruguay, fue quemado en el puerto de Paysandú por orden del General Gómez, para que no fuese presa del enemigo (1). Dos carronadas viejas de fierro calibre 8, que el Coronel Masa mandó de Montevideo en carácter de obsequio a la plaza, y dos cañones más de fierro, calibre 6, que no sé de donde se trajeron.
Lo que recuerdo es que los montajes se improvisaron como se pudo, y que a los primeros tiros, unos reventaron y otros rompieron sus cureñas a al altura del tornillo de la graduación de la puntería, porque no se había calculado bien las distancias donde debían quedar aquellos, con relación al retroceso de las piezas.
Estos eran los elementos de guerra y defensa con que contaba la plaza para repeler cualquier ataque que llevan sobre ella las fuerzas que nos tenían sitiados y bloqueados.
(1) Este hecho ocurrió así: Entre las medidas adoptadas por los Gobiernos Brasilero y Argentino para obstaculizar a la República y tomar cualquier causa como pretexto de hostilidades, antes de declarar bloqueadas las costas orientales, pidieron el desarme del "Villa del Salto", único barquito con que contaba el Gobierno Oriental. No habiendo sida atendida tal intimidación y como la escuadra brasilera ocupaba el Río de la Plata, se mandó al "Villa del Salto" al puerto de Salto. Entonces sin más causa, se declaró el bloqueo de las costas orientales, pero sin cometer mayores hostilidades con actos de guerra.
Para el Brasil se declarase de un modo ostensible, el General Gómez ordenó al comandante del "Villa del Salto" que lo era un Capitán Erausquin, bajarse el río hasta el Puerto de Paysandú.
El referido comandante era un hombre anciano y timorato; la guarnición del buque que se componía de elementos heterogéneos, estaba desmoralizada y no acató la orden que había recibido. Salió del puerto de Salto y se guareció en concordia, temeroso de que los buques brasileros fueran a atacarlo en su apostadero.
Esto sucedía fines del mes de agosto del año de zozobras para los orientales que defendían el honor de la patria.
El entonces Capitán de la Guardia Nacional Pedro Ribero, concurrió en actos de servicio a la Comandancia Militar, y oyendo expresarse al General Gómez con todo el desagrado consiguiente porque el comandante del "Villa del Salto" no cumplía la orden que se le había dado, aduciendo que lo iban a echar a pique y que no era posible contrarrestar el poder enemigo, - este le expuso: " Señor General: si V. E. consiente, yo me comprometo a traer al "Villa de Salto", al puerto de Paysandú, y si no lo consigo, será porque el enemigo lo echado a pique". A tal expresión de entereza del subalterno y del amigo el General Leandro Gómez le contestó: "Rasgos de esta naturaleza solo pueden expresarse de grandes patriotas; disponga, Capitán Ribero
de lo que crea necesario, y parta cuanto antes a este puerto si es posible, y sino que lo echen a pique.
Desde este momento, Pedro Ribero, empezó a hacer los aprestos de su arriesgada expedición; nombró su segundo al Teniente Lizardo sierra quien tenía algunos conocimientos de navegación en el Río Uruguay. Concurrió, como de costumbre, al cuartel de la Guardia Nacional donde, después de hacer formar su compañía, les dijo que necesitaba catorce hombres para una comisión arriesgadísima, donde no sería difícil quedarse algunos o muchos de ellos. Todos querían salir, por cuyo motivo se vio la necesidad de elegirlos. Se les vistió de particular y se les proveyó, como única arma, de grandes facones, para hacer las veces de machetes de abordaje.
Una vez prontos, marcharon al puerto para embarcarse en el vapor de la carrera de "Salto", cuyo agente en Paysandú era quien esto escribe. Como de costumbre a la llegada del vapor concurría al puerto para despacharlo. Ignoraba de tal expedición, y no fue poca mi sorpresa cuando mi hermano Pedro me pidió pasajes para él y sus compañeros con destino a Salto. Al preguntarle que iba a hacer, me contesto simplemente: -"a una comisión", sin decirme cual era. El día 7 de setiembre, de 2 y 112 a 3 p.m., vi movimiento en el Torreón, desde nuestra casa de comercio, que estabas situada a su frente calle por medio; corrí a un galpón de maderas, el cual tenía un tragaluz en la parte más alta de su techo y del cual se dominaba el río; de allí vi bajar al " Villa del Salto" cuando enfrentaba al Saladero Quemado, hoy "nuevo Paysandú" algo más abajo estaba la corbeta brasilera "Jaquitinhonha", empavesada por ser aquel día aniversario de
la independencia del Brasil; observé que apresuradamente caían al centro del buque las banderas y cuando pasaba por un costado el "Villa del Salto7' le hicieron un tiro de cañón; este contestó con otro y una descarga de fusilería; después de hacerlo viró a bordo e hizo otro disparo de cañón. El buque brasilero le dirigió dos o tres tiros más de cañón, pero no dio ninguno en el blanco: por estar fondeado el buque brasilero, sin duda no pudo maniobrar bien.
Momentos después, el "Villa del Salto", llegaba al puerto. El General Gómez con sus ayudantes se había dirigido a él; encontrándose allí, cuando llegó el vapor ordenó que embicase en la playa, y aceleradamente se le extrajeron los dos cañones que lo artillaban, la bandera, los almohadones de los sofás, vajilla y todo lo suficiente de extraer con rapidez; y enseguida fue rociado con kerosene y se le dio fuego. Cuando el que escribe esto llegó al puerto, ya el buque era presa de las llamas; los generales Gómez y Píriz y otros jefes habían ido al puerto a recibir a los expedicionarios, volvían a la ciudad conjuntamente con el jefe del extinguido buque y sus tripulantes; -dos de estos últimos llevaban la bandera de popa con su asta; aquella había sido clavada en ésta a la partida del puerto de Salto; y sin duda no encontraron otro medio más fácil para extraerla.
La Escuadra Brasilera se había puesto en movimiento, en persecución del "Villa del Salto" y en aquel momento se encontraba toda ella en el puerto, en el canal, contemplando el espectáculo imponente del incendio de aquel vaporcito que los había burlado.
Los buques brasileros estaban escalonados en el río Uruguay, desde las proximidades de Salto hasta Paysandú. Después de haberse hecho cargo del vapor, el Capitán Ribero cambió su personal de mando, que estaba desmoralizado, llevó el caporal puerto de Salto, y después de aparejarlo, como él creyó conveniente, arengó a sus tripulantes y se puso en marcha el 6 de setiembre, a las 4 p.m., aguas abajo. Fondeó en la embocadura del Río Daymán, y al día siguiente, a las 7 de la mañana, continuó su marcha aguas abajo.
El Uruguay se encontraba bastante crecido, lo que facilitó al "Villa del Salto", recostarse a la costa entrerriana. Cuando enfrentaron al primer buque brasilero, su comandante subió al castillo de proa, y vivando al Gobierno de la República, pasaron sin que los brasileros hicieran ninguna demostración hostil, ni tampoco le indicaron parase su marcha. Así pasaron los demás buques apostados en el río, repitiendo las mismas demostraciones hasta enfrentar a la "Jaquintinhonha", buque almirante, que fue el que trató de hostilizarlos, sin resultado.
(1) Este valiente oriental reside en Concordia, fue mi compañero y amigo en la campaña de Aparicio en 1870, desde que se levantó el sitio de Montevideo hasta la paz de Abril.
Capitulo 2.
Respondiendo la pacto de alianza que había hecho el General Flores con el gobierno del Brasil, para cambiar la situación política de la República Oriental, derribando al Presidente provisorio de ella, que lo era son Atanasio Aguirre, había invadido el territorio un ejercito brasilero de 10.000 hombres, compuesto de las tres armas, infantería, artillería y caballería, al mando del mariscal Mena Barreto; cuyo ejército, una vez que traspuso la frontera, se dirigió a la ciudad de Paysandú con el objetivo de rendir la plaza en combinación con el ejercito revolucionario comandado por el General Flores, que se componía alrededor de 2.000 hombres, en su mayor parte de caballería, y cuatro piezas de artillería rayadas, que en aquella época eran las más modernas.
Además, un batallón de marina de desembarco, compuesto de 600 plazas, que estaba a bordo de la escuadra que bloqueaba el puerto.
El General Gómez, cuando tuvo conocimiento de la invasión del ejercito brasilero al territorio oriental, supo a la vez, que éste se dirigía a Paysandú y no contando con los elementos suficientes para resistir a fuerzas combinadas tan poderosas contra quienes tendría que combatir, pidió protección al Gobierno Central, pensando a la vez abandonar la plaza y abrirse paso entre ejércitos enemigos con dirección a Montevideo, en el caso de no obtener protección y auxilios.
Aún cuando este último no trascendió sino de un modo vago entre la oficialidad de la guarnición, tuve yo conocimiento exacto de lo que se proyectaba, porque el Jefe Político Pedro Ribero, mi hermano me dijo, en carácter reservado, días después de los primeros ataques que sufrió la plaza por las fuerzas sitiadoras: "Ve el medio de aprontarte un recado y poncho, porque es posible que cualquier noche abandonemos la plaza; al mismo tiempo búsqueme sogas, ya sean de cuero o cuerdas, cuantas te pida el Capitán Fernández, que son para los cañones que podamos llevar; pero todo ello sin que sea público".
En mi fogosidad de muchacho, pues no contaba más que veintidós años, y creyéndome poseedor de un pensamiento reservado, traté inmediatamente de conseguir los objetos que se me indicaban, tanto los que pudiera yo necesitar, como los que debía entregar al Capitán Fernández.
Esperando la orden de marcha llega en los últimos días de diciembre, una comunicación del gobierno para el General Gómez, en la que se le participaba que el general don Juan Saa venía con un ejercito en nuestra protección, el cual había vadeado el río Negro al norte, y que en tal concepto se sostuviese sin abandonar la plaza.
Tal noticia que fue dada en la orden general del día, nos llenó a todos de júbilo, con la esperanza si no de triunfar contra los ejércitos contrarios al menos de abrimos paso por su centro, pero esto, sin saber ni remotamente el número de hombres que se componía el ejército brasilero.
Con tal motivo del pasaje al norte del río Negro del ejército comandado por el General Saa, que venía en auxilio de la plaza sitiada, las huestes del General Flores, que eran hasta aquella fecha las que nos cercaban, levantaron el sitio, para esperar conjuntamente con el ejército brasilero que se aproximaba, a las tropas de Saa, para batirlas en lugar adecuado.
El General Saa tuvo conocimiento de los poderosos elementos que se interponían en su paso, y viendo una completa derrota en el caso de tener que presentarse en orden de batalla contra los ejércitos combinados, tuvo que retroceder y repasar el Río Negro, que era sin duda, la barrera más segura para no ser batido y disuelto.
Mientras tanto, nosotros esperábamos, día a día, la aproximación del ejército que venía en nuestro auxilio, porque fundábamos en él nuestra común salvación, y cualquier grupo que se avistaba desde nuestras vigías, creíamos que fueran los mensajeros del ejército salvador; pero pronto nos convencimos del error, cuando nuestras pequeñas avanzadas de caballería venían con el parte de eran partidas del ejército enemigo que habían quedado en observación en la plaza.
Estas pequeñas descubiertas de caballería, que pertenecían a la plaza, eran casi siempre mandadas por un atrevido y valiente paisano, el Capitán Máximo Lamela, quien día a día, libraba combates con las partidas enemigas, generalmente muy superiores en número a las suyas; y eran tan proverbiales su arrojo y terribles lanzadas, que se había impuesto respeto y su nombre era el terror entre las fuerzas contrarias de caballería que estaban en observación sobre la plaza.
Este valeroso oficial, catequizado años después por el partido político que combatió con tanto arrojo en Paysandú, vino a morir a manos de sus ex correligionarios de aquella época, el año 1870, en un pequeño encuentro habido en el pueblo de Dolores, entre las fuerzas revolucionarias que obedecían al mando del Coronel don Juan P. Salvañach, y la vanguardia de un ejército comandado por el General don Francisco Caraballo, a cuyas fuerzas pertenecía.
Capitulo 3.
LOS COMIENZOS DEL ATAQUE Y DEFENSA DE LA PLAZA
El 4 de diciembre se presentó a la plaza el ejército comandado por el General Flores, y acto continuo empezó a estrechar el sitio.
Mandó una intimación al General Gómez con el comandante de uno de los buques brasileros que bloqueaban el puerto, quien meses antes había contraído matrimonio con una niña perteneciente a una familia brasilera Antequera, que residía en Paysandú y que a su pedido el General Gómez fue padrino de casamiento.
Rechazada ésta y otras intimaciones de rendición de la plaza, empezaron los preparativos de asalto en el ejército sitiador, combinado con las fuerzas de desembarco que tenía la Escuadra Brasilera.
El General Gómez a su vez, y de común acuerdo con el jefe que lo secundaba, Coronel don Lucas Píriz, distribuyó las fuerzas en las trincheras y cantones donde se había circunscrito el radio de la defensa, dejando una pequeña reserva para que acudiera al punto donde fuera atacado con mayor brío y que peligrase su resistencia por el escaso número de tropas que defendiese aquel punto.
El lugar designado para que se estacionase la reserva en el ataque, era la plaza.
Entre el número de estas fuerzas de reserva, que serían unos cincuenta o sesenta hombres, formaba yo parte en calidad de soldado.
Ellas se componían en su mayor número de negros pertenecientes a la Compañía Urbana, algunos soldados de los batallones de línea y como unos quince guardias nacionales.
Formábamos parte de la guarnición de la plaza, cinco hermanos y un cuñado.
El mayor de nosotros, Pedro, era el Jefe Político del departamento, de cuyo cargo fue investido después del fallecimiento del Coronel don Basilio A. Pinilla, ocurrido el mes anterior, -Máximo tenía el grado de Capitán de guardias nacionales de caballería y era ayudante de órdenes del General Gómez Atanasio y yo éramos simplemente soldados de la guardia nacional de infantería; no habíamos querido aceptar cargos oficiales en la misma, por no desatender nuestra ocupaciones comerciales.
Atanasio tenía su casa de comercio, a la que estaba asociado nuestro hermano político Federico Aberasturi, quien desempeñaba el cargo de Comandante de la Guardia Nacional de Infantería, y yo conjuntamente con Rafael, éramos socios de otra casa comercial, en los ramos de almacén por mayor y barraca de maderas, situada en una de las esquinas de la plaza principal, bajo la razón social de Alvarez, Ribero hermanos, siendo nuestro padre y don Cayetano Alvarez, los socios capitalistas y nosotros industriales.
Rafael no servía en la Guardia Nacional de la plaza porque era extranjero (argentino) pero tomó parte en la defensa por seguir la suerte de sus hermanos, defendiendo a su vez sus condiciones políticas, y desempeñaba el cargo de ayudante del Jefe Político.
Tanta Atanasio como yo, por libramos del servicio ordinario del cuartel, que nos tomaba la mayor parte del tiempo de nuestras ocupaciones diarias, habíamos puesto personeros, pero nos habíamos impuesto nosotros mismos la obligación de concurrir a las trincheras en caso de peligro; cosa que ya habíamos hecho cuantas veces se habían presentado fuerzas enemigas al frente de la plaza. Por esta razón y por no tener puesto designado, me incorporé a la reserva, armado de un pequeño rifle que había pedido a mi hermano Pedro, y con la cartuchera bien provista de municiones para acudir a combatir en el lugar que se me designase.
Todos los días a la hora de la lista, lo mismo que de noche a la hora de retreta, la banda de música recorría la calle principal, desde la plaza hasta la trinchera que limitaba el trayecto de la calle, tocando marchas, para tener el espíritu de la guarnición alegre y entusiasta esperando la hora del peligro.
Todos teníamos la convicción de que rechazaríamos cualquier ataque que se intentara sobre nuestras fortificaciones, aún cuando ellas eran bien débiles. Deseábamos batirnos con el ejercito sitiador, que nos tenía cansados con sus continuas amenazas, pero que no había intentado hasta aquella fecha ningún ataque formal., Luego, la guarnición abrigaba hasta cierto punto la creencia de que la Escuadra Brasilera no tomaría participación en el ataque; que las cañoneras de guerra extranjeras que estaban de estación en el puerto, -1 francesa, 1 española, 1 italiana y 1 inglesa, - impedirían que los buques brasileros hicieran fuego a mansalva sobre la plaza pues esta no tenía elementos como contestarles, y no habiendo mediado tampoco una previa declaración de guerra por parte de su gobierno.
Daba lugar a abrigar esta creencia, el que la escuadra bloqueadora no había puesto en práctica actos de marcadísima hostilidad contra la plaza, y sólo cuando forzó el bloqueo el vapor "Villa del Salto7', fue que hizo algunos disparos de cañón contra aquél, contestando a las provocaciones de un barquichuelo contra toda una escuadra compuesta de tres cañoneras de línea.
Algunos de los comandantes de los buques extranjeros, principalmente los del español y francés, en conversación con los oficiales de la guarnición, habían insinuado que impedirían a los buques brasileros bombardear la plaza, si lo intentaban.
Tengo entendido que los comandantes español y francés trataron de poner en práctica su proyecto cuando llegó el momento de operar, porque conservo el recuerdo de haber oído comentar después un fuerte altercado habido entre estos dos caballeros y el jefe de la Escuadra Brasilera, Almirante Tamandaré, con motivo de haber querido
impedir los primeros aquel acto de cobardía, bombardeando a mansalva una plaza sitiada por un ejército revolucionario para dirimir contiendas civiles, una escuadra extranjero, sin declaración de guerra por parte del gobierno de su país a la República Oriental. El Almirante Tamandaré daba por excusa, que eran aliados del ejército revolucionario, y por esa causa había hecho izar en el palo mayor de sus buques la bandera oriental.
También se encontraba en el puerto dos vapores pertenecientes a la Escuadra Argentina, "El Guardia Nacional" y el " 25 de Mayo", al mando del almirante Murature, quien desempeño un gran rol humanitario al final de la sangrienta contienda.
Aún cuando el bondadoso jefe de estos buques nos era simpático y él mismo no participaba de las animosidades contra el jefe de la plaza sitiada y su guarnición, había sido mandado por el gobierno argentino para observar los movimientos que se operaban en la plaza. El presidente de la República Argentina en aquella época, General
Bartolomé Mitre, nos era completamente hostil, como igualmente su ministro de guerra, General Juan A. Nelly y Obes, quienes habían coadyudado y prestado toda clase de auxilios al General Flores para que invadiera y convulsionase en guerra civil a la República Oriental.
Capitulo 4.
Amaneció el día 6 de diciembre. Los defensores de la plaza se encontraban todos en sus puestos, esperando el momento del ataque. Yo estaba en la reserva formada en columna al costado del Torreón "Baluarte de la Ley", construido en la esquina S.E. de la plaza.
En el campo del ejército sitiador se notaba gran movimiento; las infanterías en columnas avanzaban por los bajos de las cuchillas de los alrededores de la población, por el costado N. N.E y S. Se sintieron varias descargas cerradas, que nosotros supimos fueran para foguear la tropas enemigas antes de entrar en combate, porque de las vigías y azoteas nos anunciaban los compañeros que todavía no veían núcleos & de fuerzas, pues que los ocultaban las cuchillas que aún no habían repechado.
El General Gómez, rodeado de su Estado Mayor, recorría a caballo las trincheras.
Llegó a la plaza, subió al baluarte para observar los movimientos del ejército enemigo y ver cuales eran los puntos adonde convergían los ataques.
Haría aproximadamente diez minutos que estaba en observación, cuando se sintió el primer disparo de cañón hecho por las fuerzas del General Flores y dirigido desde el costado E., enfilando la calle 18 de Julio, que es la principal. La granada que arrojaron no hizo efecto, se desvió y fue a reventar en los muros de la Iglesia Nueva.
Como la reserva estaba formadla costado S. del Baluarte, precisamente en la trayectoria de las dos piezas de cañón que había colocado en la cuchilla dominando la calle, el General Gómez desde su sitio de observación dio orden de que formásemos en columna cerrada en el costado O. del mismo Baluarte, dando la espalda a aquél, resguardándonos de este modo de los proyectiles de cañón que pudieran dirigirnos.
No haría dos minutos que habíamos cambiado de posición, cuando un segundo cañonazo disparó en la misma dirección del primero, da el proyectil en el portón que cerraba la trinchera de la calle en el costado E.; se desvía con tal mala suerte para nosotros, que en la diagonal que describe viene a tomar la esquina de nuestra columna de reserva, saliendo por su centro y concluyendo en su mortífero trayecto por ir a dar muerte al centinela que estaba enfrente del cuartel de la Guardia Nacional.
Naturalmente, con este fatal e inesperado suceso antes de entrar en combate, sin el enardecimiento que producen el fuego y la pelea, la pequeña columna remolineó y medio se hizo pelotón; mi primer instinto fue dar vuelta y mirar la cumbre del Baluarte, al mismo tiempo que el General Gómez desde allí, con la espada en al mano, nos gritaba: "firmes, car.. .
Como movida por un resorte, la columna se alineó, llenando los claros que había hecho el fatal proyectil: once había dejado fuera de combate. Al pasar por dentro de aquella masa de hombres, hizo un ruido extraño, como de trapos viejos o algo parecido, que se rasgaban, y con la velocidad de su trayectoria había impulsado hacia delante
de la columna un reguero de miembros humanos, brazos, piernas, intestinos, etc., como si hubiese querido marcar el camino que llevaras después de salir del centro de nuestra columna de reserva.
Sólo un negro atemorizado por aquel suceso, se separó de las filas hasta la vereda de enfrente; pero vuelto en sí, acto continuo retornó a ella sin que nadie se lo indicase o quizá por haber visto él también la valerosa actitud de nuestro General en jefe.
Momentos después, un ayudante nos trajo la orden de salir de aquella fatal posición y guarecernos en un callejón que había al costado de la antigua Iglesia. Allí sentados en el suelo y comentando un tanto atemorizados el suceso, quedamos esperando órdenes para ir a reforzar las trincheras que fueran atacadas.
Estando a la espera de al designación del punto adonde debíamos concurrir vemos las primeras granadas de calibre 80, lanzadas por al Escuadra Brasilera en dirección a la plaza; venían con mucha elevación y reventaban en el aire, a doscientas o trescientas varas de altura.
Naturalmente, nos convencimos de que estábamos en error al abrigar la creencia de que la Escuadra no nos haría fuego; pero como los cañonazos que nos tiraban eran tan mal dirigidos y nos hacían poco o ningún daño, empezamos a acostumbramos a no tenerles miedo, concluyendo por entretenemos la trayectoria que describían en el espacio, reventando las granadas como bombas de fuego de artificio. Eran las primeras balas de cañón que veíamos de aquel tamaño, y nos alentaba el que no nos hiciera daño.
Las huestes sitiadoras se aproximaban en aire de ataque. Los puntos a que convergían eran la Comandancia Militar, que estaba situada en la esquina que forma el costado sur y este de la plaza, la Jefatura de Policía, que está situada en la calle 8 de Octubre y Montevideo, y que era el extremo Sur y oeste de nuestra línea de trincheras; la trinchera situada en el extremo oeste de la calle 18 de julio, que la denominábamos del Banco de Maúa, por estar en una de sus esquinas, la sucursal de aquel establecimiento bancario; y finalmente la trinchera extremo oeste de la calle Florida y norte de la calle Montevideo.
El General Gómez, una vez que vio y se dio cuenta de cuales eran los puntos sobre los que el enemigo traía el ataque, bajó del torreón, mandó traer del cuartel de la guardia Nacional, que estaba en la misma plaza, la bandera del Batallón; montó a caballo y, seguido de su Estado Mayor, se puso al galope hacia los puntos amenazados, recorriendo las trincheras y proclamando a sus soldados; dando orden al mismo tiempo de que la banda de música recorriese la calle 18 de Julio tocando dianas y que todos los cornetas y tambores que estaban en las trincheras hicieran misma cosa.
Era un ruido infernal de dianas y vivas acompañados de los estruendos producidos por la artillería y las granadas de la Escuadra Brasilera que reventaban en el aire, teniendo a la vista los batallones enemigos que avanzaban batiendo marcha, con sus banderas desplegadas.
La reserva continuaba en su puesto esperando órdenes. Se presentó el Coronel Píriz acompañado de sus ayudantes: había sabido que ya habíamos pagado a la patria que defendíamos nuestro primer tributo de sangre, y vino a vernos y alentamos. Nos dijo este valerosísimo jefe pocas palabras, porque no tenía facilidad para expresarse: sólo le eran característicos el valor y la serenidad perspicaz y atrevida del combatiente avezado, adquirida en los campos de batalla. "no se acobarden muchachos que le hemos de dar vuelto al indio Flores, a Goyo Jeta (nombre con el que designábamos al Coronel de las fuerzas contrarias Gregorio Suárez, quien era un terrible sanguinario) y a los macacos".
Estas fueron sus palabras y Salió a recorrer los puntos de la línea donde amenazaba mayor peligro.
Momentos después se presentó también el Comandante don Federico Aberasturi, a caballo, con sus ayudantes, revisando los puestos donde habían sido destacados sus Guardias Nacionales. Como en la reserva estaban algunos vino a constatar si les había tocado en suerte las depredaciones de la mortífera bala que había destrozado la reserva. No tengo recuerdo preciso de ello, pero creo que sólo uno pagó tributo de vida en aquel momento.
Estando aún el Comandante Aberasturi con nosotros, vino un ayudante con orden de que se distribuyera la reserva en las trincheras donde las fuerzas contrarias dirigían sus ataques. A mí me tocó, con diez o doce más, lo Comandancia Militar, cuyos escombros, no abandoné durante todo el tiempo que duró la defensa hasta la rendición de la plaza.
Capitulo 5.
No habiendo en la reserva suficientes oficiales para mandar cada uno de los grupos en que fue dividida, me puse yo al frente de los designados por la Comandancia militar. Al llegar al punto, unos fueron incorporados a las fuerzas que guarnecían una pared aspilleraza que estaba al fondo del patio del edificio y que era mandada por el Mayor don Torcuato González, y otros, yo entre ellos, nos agregamos a los que guarnecían la trinchera que estaba cerrando la calle en que el mismo edificio de esa esquina y que eran mandados por el Capitán don Adolfo Areta.
En la misma bocacalle había un cañón con montaje en carronada, el que a los primeros disparos se dio vuelta de arriba abajo, por faltarle una base llana y lisa donde poder rodar en retroceso.
Esta pieza era mandada por un oficial pusilánime de quien no recuerdo el nombre, pero sí de su apodo, pues que lo nombraban por el de Teniente Miriñaque.
A unas cincuenta varas más al centro de la plaza y frente a la Iglesia estaba el Capitán don Federico Fernández, con 4 o 6 artilleros y una piecita de bronce de 4, haciendo fuego por encima de los que guarnecían la trinchera de la bocacalle y en dirección a la cuchilla que teníamos al frente y que nos dominaba, donde estábamos poniendo en batería los enemigos cuatro piezas que habían desembarcado de la Escuadra.
Cuando llegué a la trinchera, nuestras fuerzas aún no habían roto el fuego sobre el enemigo. Entonces recién ví que descendía por el costado N.O. de la cuchilla un gran batallón uniformado de levita y pantalón azul y correaje blanco. Su formación era en una sola hilera de 4 en fondo, batiendo marcha con su música al frente y el pabellón brasilero al centro. Esta larga hilera de tropa, pues se componía el todo de seiscientos hombres, era el Batallón de Marina de desembarco; venía ondulando no sé si por temor de tropa bisoña que iba a entrar en pelea, o si era por desperfectos y
escollos del terreno que atravesaban, que era un campo descubierto.
Cuando estuvieron a una distancia de cuatro o cinco cuadras, se rompió el fuego sobre ellos, tanto del patio de la Comandancia Militar como de la trinchera de la bocacalle y de la Iglesia, en cuyo edificio sin terminar, se había formado un cantón en el costado que mira al N., haciéndose también fuego por una ventanas de la sacristía situada al fondo del mismo edificio. Este cantón que tendría unos cincuenta hombres, era mandado por el Mayor don Belisario Estorba.
Las fuerzas que guarnecían la Comandancia Militar, la trinchera de la bocacalle y otra pared aspilleraza que había en el patio de un rancho que formaba el ángulo de la plaza y que llamábamos la Artillería, porque el citado rancho era la cuadra de los pocos artilleros que teníamos, se componían de cincuenta y siete hombres entre jefes, oficiales y tropa.
Así es que no contábamos más que con ciento siete hombres para resistir el ataque que nos traía el brillante batallón de Marina brasilero, porque el fuego de los dos cañones de que hago mención, y otro del Baluarte que miraba al N., estaban dirigidos a la batería que habían emplazado en la cuchilla y que ya estaba funcionando contra nuestra trincheras, la Iglesia y el Baluarte.
El batallón que avanzaba, al sentir nuestros fuegos, fue presa del mayor pánico y confusión. En cinco minutos, se disgregó todo; rompieron las filas sin orden, y, en pelotones corrían como gamos a guarecerse y ocultarse entre los cercos de las casas y quintas que estaban próximas al paraje donde se encontraban; no atinaban ni a contestar los fuegos que les hacían. Notamos que en el primer momento los oficiales hicieron un ensayo de energía para contener la tropa; pero aquello fue veloz, rápido; se evaporaron todos como el humo, guarecidos tras los cercos y casas, una parte del batallón se corrió con dirección al puerto, con el intento de tomar posiciones; pero amedrentados como iban, eran fácilmente rechazados por toda la línea de trincheras de nuestro costado N., sin mayor esfuerzo.
La otra parte del batallón trató también de tomar posiciones a nuestro frente.
Tentaron formar cantones en algunas casas que quedaban fuera de la línea de trincheras, pero eran desalojados inmediatamente, porque habiendo una gran depresión del terreno en ese costado, las azoteas de las casas eran dominadas y barridas por los fuegos de nuestras trincheras y la Iglesia.
Narraré, a propósito de la ventaja de nuestra posición contra infanterías, un hecho personal y que fue comentado por mis compañeros aquel día.
Haciendo fuego por una aspillera, vi que un soldado enemigo había subido a una azotea situada a una distancia de tres cuadras, cuyo plano era rodeado de una baranda de fierro y pilares de material, lo dominaba casi por completo.
El soldado, una vez arriba, corrió a guarecerse en uno de los pilares; previendo que aquél habría trepado por una escalera colocada en la parte exterior del muro, fijé mi rifle en aquella dirección.
Al subir un segundo soldado hice fuego, cayendo el hombre al plan de la azotea; sin pensar que aquel hubiese sido herido, cargué inmediatamente y volví al acecho en momentos que trepaba un tercero, e¡ que hizo la misma operación del segundo cuando hice fuego, tirándose de cabeza al plan de igual manera; un cuarto hizo igual cosa al hacer yo mi disparo. Entonces recién vine a darme cuenta de que aquellos infelices estaban heridos, porque el primero que se mantenía tras del pilar, corrió al punto por donde había subido y bajó precipitadamente, quedando los otros tres que se habían arrastrado para guarecerse en el pequeño saliente de material que soportaba las barandas.
Mis compañeros de trinchera, que me habían estado observando, principalmente el Capitán Areta, que se encontraba a mi lado, celebraban el hecho, porque yo solo con mi buena puntería, impedí que los enemigos formasen un cantón.
Momentos después apareció el General Gómez, recorriendo la línea con sus ayudantes, y habiendo tenido conocimiento de aquella zapallada hecha por mí, se bajó del caballo y, acercándoseme, merecí el honor de que se diese un abrazo delante de todos mis compañeros de trinchera.
Semejante demostración de honor implicaba, en mi fogosidad de muchacho, el que perdiese por completo todo temor, o a lo menos por delicadeza y pudor no demostrarlo.
Como a la una de la tarde de ese mismo día, viendo que las infanterías enemigas no aparecían a nuestra vista, y que sólo nos molestaban las cuatro piezas de cañón que había puesto en batería a nuestro frente en la cuchilla, resolvimos hacer una salida por nuestra cuenta, sin haber recibido orden para ello.
Nos reunimos unos veinte de los que pertenecían al cantón de la Iglesia, mi trinchera y la artillería, al mando de un valiente oficial, el Teniente Encina.
Fuera de las líneas de las trincheras, guareciéndonos con los cercos y casas nos dirigimos al lugar del cantón que yo había desalojado, donde encontramos unos 40 o 50 brasileros en el mayor descuido. Los sorprendimos con una descarga que no atinaron a contestar. El espíritu de conservación les impulsó a disparar entre cercos y quintas con dirección al puerto, dejando tres o cuatro heridos y varios instrumentos de la música del Batallón de Marina, un tambor y dos cornetas de guerra, cuyos objetos llevamos como trofeos adquiridos en nuestra desatinada salida. Regresamos de allí a nuestras posiciones, porque a más de ser peligrosa la expedición, temíamos ser reprendidos
por haber salido fuera de trincheras sin orden de nuestros respectivos jefes.
En la jornada del día 6 de diciembre lo que nos hizo más estragos en la plaza fueron los fuegos de la artillería enemiga.
Ese mismo día, una de las balas de mayor calibre lanzadas por la escuadra Brasilera hizo blanco en una pequeña pirámide toda de mármol, coronada por la efigie de la Libertad, que existía en el centro de la plaza, y la que fue completamente destruida. El General Gómez hizo recoger una parte de la estatua, cuyo emblema fue donado después de la toma de la plaza al Almirante Muratore. Años después, tuve ocasión de volver a ver aquellas reliquias de Paysandú en la casa de aquel señor.
Ese día quedaron inutilizadas la mayor parte de nuestras piezas de cañón. La batería enemiga que teníamos a nuestro frente, sin tener quien contrarrestase sus fuegos sino con grandes intervalos, porque se cuidaba que no nos desmontasen los cañones que quedaban servibles, había ajustado la puntería, abriéndonos grandes brechas en la trinchera de la bocacalle, dejando casi arrasadas las paredes aspillerazas de la Comandancia Militar y cuadra de la Artillería, cuyas casas tenían sus paredes y techos perforados por los proyectiles que nos arrojaban; y el torreón quedó lleno de boquetes.
Antes de ir a la expedición de salida que hago referencia, crucé la plaza para ir a nuestra casa, que estaba en el otro extremo de ella, tras del torreón, a objeto de cerciorarme de los desperfectos que nos habían causado dos granadas que habían reventado en los almacenes.
Al acercarme al torreón, ví bajar aceleradamente por su explanada al Guardia Nacional de Mercedes Juan José Díaz, de camiseta de bayeta punzó y un morral de cuero de los que usaban para transportar cartuchos de pólvora para cañón, cruzando a la espalda, y con la cara negra del hollín de la pólvora. Preguntándome como lo veía en aquel traje (porque el jefe del torreón, Comandante Braga, lo había nombrado su ayudante); me contestó: "jsi nos han muerto casi todos los negros artilleros! Nos quedan cuatro para atender la única pieza que puede hacer fuego, y yo tengo que hacer el servicio de subir los cartuchos".
Me decía esto con la mayor calma, riéndose como si se tratase de lo más sencillo por allá arriba. Este joven fue herido en su puesto de combate, en los últimos días de la defensa, en una pierna, por un caso de granada.
El mismo que, siguiendo la carrera militar, tiene hoy el grado de coronel y ha sido durante varios años Ministro de la República Oriental en Francia.
En la tarde del día siguiente, encontré al Comandante Braga, que bajaba por la explanada con un libro en la mano, le pregunté: ''¿Qué hace mi comandante?" -
"Nada, me respondió, me han inutilizado la última pieza que me quedaba, y por entretenerme estoy en mi puesto leyendo y cuidando la bandera".
Y las balas de cañón enemigas continuaban desmontando el torreón. Otra salida se efectuó en la tarde del día 6, por las fuerzas que guarnecían en la trinchera del costado E. de la plaza, mandadas por el Coronel Emilio Raña.
A dos cuadras de distancia de aquella, en la misma calle, estaba situada la casa particular del señor Manuel Cerro, Receptor de Aduana, donde se encontraba su señora, una hija y otras dos niñas.
El señor Cerro y sus dos hijos, Manuel y Luis, formaban parte de las fuerzas de la defensa y estaban en la Comandancia Militar.
Unos cincuenta hombres, pertenecientes al Batallón brasilero, diseminado se posesionaron en aquella casa. En cuanto el Coronel Raña tuvo conocimiento del hecho, resolvió asaltarla y liberar a la familia del poder enemigo.
Los defensores de la plaza que salieron para efectuar el asalto, iban mandados por el Capitán don Laudelino Cortés, y acompañábanlos don Ernesto de las Carreras, ayudante del Coronel Raña, y Ramón García. Eran en su mayor parte Guardias Nacionales de caballería, armados de lanzas unos y otros de tercerolas.
Ocultándose entre paredes y cercos llegaron sin ser vistos a la puerta de calle, por la que, violentamente forzada, penetraron audaz y valientemente, llevando el asalto.
Los brasileros, sorprendidos, no esperando tal acto de arrojo, hicieron una débil resistencia y no atinaron sino a huir.
Los asaltantes hicieron una atroz carnicería y se llevaron a las señoras, quienes amedrentadas por las fuerzas enemigas, se habían refugiados llenas de pavor en una de las últimas habitaciones.
Ví pasar por la plaza a estas pobres señoras cuando las llevaban a lugar más seguro dentro de las trincheras. Iban todas desgreñadas, dando gritos despavoridos a cada estallido de las granadas que reventaban en la plaza. Cada una de ellas era llevada de la cintura por uno de sus libertadores, porque debido al pavor que las había cometido, se conocía que sus piernas flaqueaban y no podían sostener el peso de sus cuerpos. Las fuerzas enemigas que componían el ejército del General Flores habían llevado un vigoroso ataque a la extremidad opuesta de la línea de trincheras, concentrando
sus fuegos al Banco Maúa, cuyos defensores estaban al mando del Comandante don Inocencio Benítez; a la trinchera que cerraba la calle y casa del frente, mandada por el Coronel don Tristán Azambuya; a la casa llamada "Ancla Dorada", al mando del Capitán Senosiain, y a la Jefatura de Policía, al mando del Comandante Pedro Ribero.
Como esta parte de la línea defensiva venía a quedar en el centro de la población, donde la topografía del terreno es llana, los asaltantes de esta línea, con otro temple y más previsión que los del otro extremo pudieron fácilmente avanzar, echando cercos y paredes abajo, por el centro de las manzanas fuera de nuestros fuegos, y aproximarse por los fondos de las casas hasta aquellas que daban frente calle por medio a nuestra línea de defensa; iniciándose de una y otra parte un fuego terrible, a boca de jarro por las ventanas y troneras hechas en las paredes. Tan terrible fue el fuego que las rejas de las ventanas de uno y otro lado quedaron tronchadas a impulso de las balas de fusilería. El cantón existente en el "Ancla Dorada" hubo que desalojarlo.
El enemigo situó una pieza volante a dos cuadras de distancia, resguardada por una pila de bolsas de harina, que habían sacado de una panadería; y de allí barría a la tropa que lo defendía, dejando fuera de combate a la mitad de su gente. Los restos de los defensores bajaron y se posesionaron de la casa de al lado donde los fuegos del cañón no podían ofenderles.
Durante toda la noche continuó el fuego más o menos vivo en todas las líneas, y principalmente en este costado de la defensa.
La noche era muy clara y serena, la luna estaba en su mayor plenitud y alumbraba con su pálida luz los destrozos causados por el cúmulo de proyectiles que nos habían arrojado las fuerzas bloqueadoras. En las primeras horas de ella, nos ocupábamos todos indistintamente en acarrear bolsas llenas de tierra y grandes sacos lleno de lana, que sacábamos de uno o dos depósitos que había dentro de las trincheras, para llenar con unas y otros las brechas que había abierto la artillería enemiga en nuestros parapetos.
Esta tares se renovó después la mayor parte de las noches, durante todo el tiempo que duró el sitio.
Nuestras pérdidas en ese día fueron de 112 a 120 hombres fuera de combate, de los que la mitad, lo menos, fueron heridos por los proyectiles de cañón de la artillería de tierra. En ese combate no cayó ningún oficial de distinción, salvo el Capitán don Rafael Hernández, quien perteneciendo a los defensores de la aspillera que recuadraba
el patio de la Comandancia Militar, fue herido en los primeros momentos del ataque llevado ese día, por una bala de cañón arrojada desde la batería que habían emplazado en la cuchilla, la que pasándole por entre las piernas, le quemó ambas pantorrillas, quedándole aquellas completamente negras, días después desprendíasele la carne, formándosele dos grandes y profundas llagas.
El Hospital de Sangre se había establecido en la escuela Pública, que era un largo salón con ventanas altas, situado en la calle 18 de Julio a media cuadra de la plaza y frente la Botica de Legar.
Sólo teníamos un médico, el valeroso doctor Vicente Mongrel, sin ningún practicante o enfermero que lo ayudase para las amputaciones de piernas y brazos, que eran generalmente los miembros mutilados por los proyectiles de la artillería contraria.
Una valerosa y humanitaria mujer se le presentó para llenar aquel vacío.
Esta fue una señora que vivía al lado, viuda del doctor Berenguell, antiguo cirujano del ejército que comandó el General don Servando Gómez, en la lucha fraticida de los nueve años, llamada la Guerra Grande. Cuando esta señora vio que conducían heridos al Hospital de Sangre, fue a ofrecerse para hacerles caldo, a objeto de fortalecerlos; pero encontrando allí al doctor Mongrel solo, sin tener quien lo ayudase y en medio de un número considerable de heridos que se quejaban delirantes, pidiendo algunos un pronto alivio, y otros implorando la muerte como medio más rápido de concluir con la desesperación producida por sus miembros destrozados, su corazón abnegado la hizo sobreponerse a sí misma ante aquel espectáculo de sangre y desolación. Desechando todo escrúpulo de mujer y revistiéndose de varonil entereza, fue a asegurar los miembros mutilados de aquellos desgraciados, para que el doctor Mongrel amputase las partes destrozadas por los proyectiles enemigos.
Esta tares duró ese y subsiguientes días en la asistencia de los heridos que se conservaban con vida. Un a joven hija de aquella mujer abnegada, ayudada por dos o tres hermanitas menores se encargaron de confeccionar el puchero para proporcionarles el caldo que necesitaban aquellos caídos en defensa de la patria, y era llevado por algunos soldados asistentes. Este fue el servicio que prestó en sus principios el Hospital de Sangre inaugurado en aquel primer día de la heroica defensa.
Capitulo 6.
El día 7 de la madrugada comenzó el fuego de cañón, dirigido hacia la plaza. No podíamos contestar, porque nuestra artillería estaba más o menos inutilizada para dirigirla a las baterías que había emplazado el enemigo sobre nuestras líneas; y no había ni que pensar en contestar la fuego de la escuadra Brasilera, porque nuestros pequeños cañones no alcanzaban ni a la mitad del trayecto donde se encontraba su línea. A la misma hora se hizo sentir el fuego de fusilería por el costado de la Jefatura de Policía.
Las fuerzas del General Flores se habían posesionado, por los fondos, de las casas que daban frente a la Jefatura a ambos lados de la calle Montevideo, y no había medio de despojarlas sino llevando un ataque simultaneo a sus posiciones. En tal virtud se resolvió llevarlo a efecto por dos puntos distintos y fueron nombrados para dirigir personalmente los grupos asaltantes, el Mayor Belisario Estorba y el Jefe de Policía, Pedro Ribero. El primero debía salir del recinto atrincherado por la puerta principal de la Jefatura de Policía y atropellar el zaguán de la casa de enfrente, que estaba abierta; y el segundo por la puerta de una pared aspilleraza que hacía esquina a la Jefatura. La señal convenida para el asalto era: después del segundo disparo que hiciese la pieza, salir simultáneamente los dos grupos que se habían apostado convenientemente en el sitio.
Llegado el momento de la señal convenida, cargaron los asaltantes.
Las fuerzas al mando de Estomba llegaron con facilidad al patio de la casa asaltada, cuya entrada era espaciosa, y pudieron evolucionar contra la gente que ocupaba, causándole muchas bajas. Pero las que dirigía el Jefe de Policía, al llegar a la vereda de la casa que iban a asaltar, se contuvieron algún tanto antes de entrar con resolución al zaguán, que era angosto y en cuyo estrecho patio había algunos enemigos. Entonces su jefe, con la enteresa que le inspiraba el cumplimiento de la consigna, y para dar ejemplo a sus soldados, avanzó por el zaguán, incitando a la tropa para que lo siguiese; éste no llevaba en aquel instante ninguna arma en sus manos.
Al trasponer el arco de la parte opuesta del zaguán, fue agredido por un individuo que lo asechaba detrás de la pared; éste le dirigió una estocada, pero con una movimiento instintivo hacia atrás, pudo eludir el golpe y tomarle por la muñeca la mano que esgrimía el arma.
Este hecho fue rápido e instantáneo. Los soldados, siguiendo el ejemplo de sus jefe, a quien vieron en peligro, avanzaron con prontitud, ultimando al agresor y sembrando el pánico y confusión entre las fuerzas posesionadas de la casa, persiguiéndolas por los fondos que daban a una barraca donde hicieron prisioneros a algunos enemigos que se habían escondido dentro de una pila de bolsas de lana.
Este asalto tomó parte el Capitán Adolfo Areta, quien me comunicó la operación cuando en la trinchera de la Comandancia Militar le dieron la orden de marchar a la Jefatura de Policía.
Más tarde, cuando aquellas posiciones quedaron nuevamente en nuestro poder, fui a cerciorarme de los hechos ocurridos. Pude constatar los cadáveres de doce o quince sitiadores que habían quedado en diversos sitios de las tres casa que ocupaban, los que fueron arrojados días después conjuntamente con muchos otros que aún estaban insepultos de los combates del día anterior, a un pozo, vaciándoles encima varias bolsas de cal para evitar emanaciones de estos cadáveres en descomposición.
Nuestras pérdidas en este hecho de armas, fueron dos soldados muertos y un oficial herido.
Capitulo 7.
El día 8 continuó el cañoneo hacia la plaza desde la Escuadra, de la batería frente a la Comandancia Militar y de otra que habían establecido, con cañones bajados de los buques, en el bajo, al costado Noroeste de la ciudad.
De la plaza se les contestaba de tarde, con algún disparo de nuestras pequeñas piezas, obteniendo una provocación, porque otro nombre no podía dársele, una verdadera lluvia de proyectiles que nos obligaba a ocultarnos dentro de los escombros hasta que el fuego se hiciera menos violento por quienes nos batían a mansalva. Pero cuando aparecían algunas fuerzas sitiadoras al alcance de nuestros fusiles, entonces surgían de entre los cascotes y pedazos de pared los defensores de la plaza, a pesar de la metralla, granadas y cohetes a la congreve que nos lanzaban.
En la tarde de este día, fui al Torreón en busca de municiones para mi rifle, que era de calibre menor que los que usaban para los fusiles comunes de la guarnición. Cansado y vencido por el sueño, me tendí en una tarima, mientras el jefe del polvorín, Capitán Ladislao Gadea, buscaba los cartuchos que necesitaba. Al cabo de un rato me despertó y, todo azorado, me dijo: "Mire, por un milagro no hemos volado todos; acaba de perforar la pared del depósito de la pólvora una granada que felizmente no ha reventado". Con tal noticia me levanté con la celeridad e impresión consiguiente, y pude cerciorarme de que efectivamente había traspasado la pared una granada esférica de calibre 20, que estaba aún caliente, y que no había reventado porque, al chocar contra el muro, había dado con el lado del tomillo de la mecha, y ésta se había sofocado al obstruirse el conducto con escombros.
En presencia del hecho, el Capitán Gadea me dijo: "Ayer hice presente al General Gómez, que en el momento menos pensado íbamos a volar, porque las balas están hondando poco a poco las paredes, y ahí tiene usted la prueba; deberíamos trasladar este polvorín a alguna otra parte.
¿Por qué no se lo repite usted, que ha visto como ha entrado la granada y le lleva la parte? "Acepté la comisión y lo del parte verbal, y cuando lo trasmití, contestóme el General Gómez: "Que tapen los agujeros con bolsas de lana; ya pensaremos donde poner la pólvora". Llevé la respuesta, abuzando la imaginación para ver donde podía trasladarse aquel polvorín que amenazaba hacernos saltar por los aires a todos los que estábamos en la plaza.
Pronto se me ocurrió el medio y fui, con temor a ser rechazado, a proponérselo al General Gómez, diciéndole: "En el patio de nuestro almacén hay un aljibe muy grande, en el que desagitándolo y forrado el piso y paredes con madera, se pueden colocar todos los cajones que contiene el polvonn, sirviéndose de la roldada para la operación y una escalera para bajar y subir a la gente.
Me contestó: "NO seas loco, muchacho; no es posible poner la pólvora allí". Salí corrido, pero sin desistir de la idea, pensando en el medio mejor para llevarla a cabo.
Esa tarde y el día siguiente menudearon las balas de cañón, cuyo blanco era el Torreón, y, como consecuencia, todos teníamos una explosión. Entonces trasmití mi idea al Mayor Torcuato González y le pedí insistiera con el General Gómez para la instalación del polvorín en el paraje donde le indicaba. En la tarde del día 9 me hizo llamar el General y, en presencia del Mayor González, me preguntó cual era la forma y medio de que me valdría par convertir el aljibe en polvorín. Explicado aquello, me comprometía a arreglarlo, y, una vez hecho, dije que si no podía bien, no se hiciera uso de él.
Para el efecto, en primer término había que desagitar el aljibe. Se me autorizó para disponer de la gente que necesitase; elegí diez o doce guardias Nacionales, y con ellos me puse a la tarea. Mientras unos desagitaban el aljibe, me ocupé con otros en preparar tablas y tirantillos secados en nuestro corralón de maderas y, en tapar con latas de cajas de dulce los caños conductores de aguas de la azotea, clavando encima de ellas las cucharas que servían para desviar aquellas de los caños que las conducían al aljibe, previendo las lluvias que pudieran sobrevenir.
Con tirantillos preparé una larga escalera, y una vez que quedó el aljibe sin agua, bajamos a secarlo del todo con bolsas de arpillera. Una vez tomadas las medidas, cortamos tablas y tirantillos, con cuyos materiales revestimos el piso y paredes del grande aljibe. Se colocó la escalera bien perpendicular, para que no estorbase la bajada y subida de los cajones de munición.
Toda esa noche trabajamos sin descanso, valiéndonos de faroles para alumbrarnos, y a la mañana siguiente el polvorín estaba listo como mi imaginación lo había ideado. Fui a participárselo al General Gómez, quien vino, bajó al aljibe, revisó e inspeccionó todo: paredes, piso, caños, etc., y después de subir, dijo a un ayudante: "Diga al Capitán Gadea que puede trasladar el polvorín".
Como nuestra casa quedaba frente al Torreón, no había más que cruzar la calle con los cajones; tarea que solo duró algunas horas.
En esa misma mañana había cesado los fuegos, por haberse solicitado de la plaza algunas horas de tregua, con el objeto de que salieran del radio fortificado las familias que habían quedado dentro de él.
Por el contrario, nuestros padres que estaban fuera de las trincheras, vinieron a la casa paterna, acompañados de su hermana Dolores Francia, con el objeto de vemos y cerciorarse por sí mismos de que estábamos con vida. Mis cuatro hermanos habían concurrido a su llamado, pero yo, que ignoraba la tregua, y metido dentro del aljibe, empeñado en concluir la tarea que me había impuesto, estaba completamente ajeno a lo que sucedía; así que ellos tampoco daban conmigo, hasta que al cabo de indagaciones, pudieron anunciarme que fuera a ver a mi pobre madre, quien me creía muerto por no haber concurrido a verla.
Nuestro padre era amigo personal del General Flores, a quien tuvo ocasión de ver, y éste le había pedido nos hiciera presente que no nos sacrificáramos inútilmente; que no era posible resistir a los elementos de guerra que vendrían sobre la plaza.
En nuestra entrevista nos hizo conocer la conversación que había tenido con el General Flores; pero, al separarnos, nos dijo: "Vayan, hijos, a continuar en cumplimiento de su deber; es preferible morir antes que defeccionar de sus filas". Y nuestro padre era brasilero. Las señoras que quedaron dentro del recinto de la defensa, después de la tregua, fueron: doña Rosa Rey de González su madre doña Isabel Rey, una sirvienta, doña Dolores Francia, quien quiso presenciar su suerte que corrieran sus sobrinos, quedándose dentro de las trincheras; Josefa Catalá de Ribero, Adelina Ribero de Aberasturi, la nombrada viuda del doctor Berengell y sus hijas, la señora del Capitán Laudelino Cortés, doña Juana González de Aberasturi, tres o cuatro mujeres de soldados y no sé si alguna otra señora más, quienes tuvieron valor suficiente para afrontar los peligros que se diseñaban ya en la cruenta lucha que nos esperaba e íbamos a afrontar.
La salida de la plaza de las familias fue un acto tocante en el momento de despedirlas. Madres, esposas, hijos, hermanos daban su último abrazo, expresaban su última caricia a los seres que quedaban allí, condenados a una muerte casi segura en cumplimiento de los deberes que se habían impuesto por la patria, defendiendo su integridad
y tratando de castigar al extranjero, que había osado posar su planta de una manera aleve en su suelo.
Aquel día abandonaron su puesto de honor y de combate algunos pocos defensores de la plaza que no tuvieron la suficiente fuerza de voluntad para seguir afrontando los peligros que el deber les imponía. Tampoco los que quedaban en sus puestos oponían al menor obstáculo para su salida; en el mayor número de los casos, éstos la facilitaban y podía irse el que quería.
Una vez terminado el plazo acordado para la salida de las familias, y que debía ser indicado por unos toques de las campanas de la Iglesia de la plaza, comenzó de nuevo el cañoneo dirigido a nuestras posiciones, el que duró, con algunas intermitencias, hasta el 20 de aquel mes de imperecederos recuerdos para los que sobrevivieron a aquella desigual y desesperada lucha.
Capitulo 8.
Una mañana, dos o tres días después de la salida de las familias, estando en al Comandancia Militar, me llamó el General Gómez y me dijo: "Me han informado que en lo de Rumbis hay en un altillo una cantidad de fulminantes para fusil. ¿Te animarías a ir para traerlos? A tal interrogación, que yo interpreté como una comisión de confianza, no tuve el menor reparo en contestar. "Si señor, en el acto".
-Bueno me replicó el general; elige los hombres que quieras y ve a desempeñar esta comisión".
Lo de Rumbis era una fuerte casa de comercio que quedaba una cuadra fuera de la línea de trincheras, en la calle Queguay esquina Sarandí. Los sitiadores merodeaban por aquellas alturas.
Elegí solamente dos compañeros, uno de ellos Joaquín Cabral, joven argentino que había ido a Paysandú con un negocio de cigarros, y que tomándolo allí aquellos sucesos, se había presentado como voluntario. El otro era un joven español, también voluntario.
Salimos por la trinchera de la calle Queguay, entrando en la de enfrente de la de Don Miguel Horta, y por los fondos fuimos a dar al edificio de la otra esquina de la misma manzana; desde allí inspeccionamos la casa de enfrente, que era la que buscábamos.
No notando el menor movimiento de ella, supusímosla sola. Sin embargo, para mayor seguridad, desde nuestra posición hicimos algunos disparos de fusil a un portón que estaba entreabierto. En seguida cruzamos la calle y entramos resueltamente haciendo disparos al fondo de la casa, la que encontramos completamente barrida por el saqueo que habían efectuado los sitiadores. Subimos a un entrepiso o altillo, que era el paraje en donde se había indicado que estaban los fulminantes y colocado al español de vigía en una pequeña ventana que daba al fondo de la casa, nos pusimos, Cabral y yo, a registrar allí, como en el almacén, en busca de los deseados fulminantes.
El resultado de la pesquisa fue negativo. Hubo allí sin duda algunos fulminantes, porque encontramos algunos pocos desparramados en un cajón, pero los saqueadores se lo habrían llevado.
Concluido nuestro cometido, nos retiramos sin ningún percance; pero al salir por la puerta por donde habíamos penetrado, vimos que en el cerco del fondo, del lado opuesto, había algunos enemigos que nos estaban observando, y con los que cambiamos algunos tiros. Luego nos retiramos, temiendo que nos viniesen encima y nos dieran una buena corrida. Con el sentimiento del mal éxito de la comisión que había ido a desempeñar, y con el recelo de que el General Gómez fuera a suponerse que por temor no había buscado con el debido empeño los fulminantes, me dirigí a la Comandancia Militar a dar cuenta del resultado. En el trayecto vino a mi mente un recuerdo. Yo usaba un par de pistolas de bolsillo, con las que continuamente tiraba al blanco. Habiéndosele roto la chimenea a una de ellas, no podía dar fuego, porque el fulminante no hacía explosión. Se me ocurrió un día poner un fósforo en la chimenea rota, y tirando del gatillo salió el tiro.
Con este recuerdo, y sin decir nada a mis compañeros, saqué el pistón de mi rifle le puse un fósforo, oprimí el gatillo y salió el tiro.
Llegamos a la Comandancia Militar, y no estando el General Gómez en ese momento, di el parte al Mayor Torcuato González (comandante de la trinchera), del mal resultado de la comisión, y agregué después: "También con fósforos se puede hacer fuego de fusil desde las trincheras".
"-¿Como?"-"De este modo"; y poniendo en práctica el mismo procedimiento que antes había probado, hice en su presencia y en el patio de la Comandancia Militar dos o tres disparos.
Momentos después llegó el General Gómez, y habiéndole trasmitido el Mayor González el resultado negativo de mi comisión y hechóle presente mis experimentos con fósforos, personalmente salió al patio a llamarme, y después de las explicaciones del caso, me hizo repetir unos cuantos disparos con mi rifle, allí en su presencia; tomándome después el arma y observando que quedaba la chimenea limpia, me preguntó:
-"¿Y de donde sacamos suficiente cantidad de fósforos?"- "De nuestro almacén, señor. Hay ocho o diez cajones que contienen sesenta latas cada uno". "Bueno: haz repartir una lata a cada trinchera, y reserva el resto en tu casa".
Desde ese día se dio orden de hacer fuego con fósforos, reservando cada uno de los soldados la pequeña provisión de fulminantes que tenía para los casos extremos, cuando hubiera necesidad de obrar con rapidez, y fuera de las trincheras, donde no era posible hacer uso de aquel medio que sólo la falta de fulminantes nos obligaba a poner en práctica. Y se sostuvo el fuego de fusil sin interrupción, puramente con fósforos. Sabía cada uno de los defensores de la plaza que su reserva de fulminantes la debía conservar como un tesoro, porque en ella cifraba la defensa de su vida.
Capitulo 9.
Tanto dentro del radio atrincherado de la plaza como fuera de él, todas las casas del comercio habían quedado abandonadas.
Los peones o dependientes de aquellas a quienes habían encargado los dueños su custodia, abandonaron su puesto en cuanto les fue posible hacerlo, y no sin causa justificada, porque no se libró ningún edificio de que uno o varios proyectiles de cañón lo atravesaran.
Con este motivo, el General Gómez hizo publicar por bando una orden general, por la que se penaba con ser pasado por las armas todo individuo que perteneciendo a los defensores de la plaza, se encontrase in fraganti delito de robo en las casas de comercio, cuya custodia estaba librada a los mismos que defendían la ciudad sitiada.
Esta medida fue tomada en virtud de que, durante los primeros días del ataque, algunos soldados habían violentado algunas puertas de casa de comercio, de las que sustrajeron varios objetos.
Días después de publicado el mencionado bando, fue tomado in fraganti un soldado artillero, correntino, de apoyo "Ñorita", quien, penetrando en la zapatería de don José Castells, había sustraído algunos pares de botas.
Fue conducido preso, juzgado por un consejo de guerra y condenado a ser pasado por las armas al día siguiente a las 4 de la tarde.
Lo asistió en la capilla el Teniente Cura del pueblo, don Juan Bautista Bellando, quien como bueno y piadoso que era, no había abandonado el puesto que su misión de sacerdote de Jesucristo le imponía, para asistir a los que demandasen su ayudad en el último trance de la vida.
A la hora marcada, fue conducido el reo a la plaza, para allí ser pasado a la calle inmediata, la del Rincón de las Gallinas, en cuyo extremo había una trinchera, donde se había colocado el banquillo para la ejecución.
Venía el Cura Bellando a su lado, con un crucifijo en la mano, exhortándole con sus preces. Llegado aquel extraño núcleo de tropa hasta donde se encontraba el General Gómez con sus ayudantes, pidió el reo que se le permitiese hablar.
Un ayudante vino a poner en conocimiento del General la gracia pedida por el reo, y este le contestó: - "Que hable, pero si sobrepasa en inconveniencias que redoblen los tambores".
Obtenido el consentimiento, se permitió al reo subir al Torreón para allí dirigir la palabra.
Ascendió con paso firme y cara sonriente, y más o menos dijo: "Compañeros, sirvales de ejemplo el acto que en mí se ejecuta por no haber cumplido con lo ordenado por nuestro valiente General. Defiendan la patria hasta morir; por mi desgracia no puedo seguir haciendo fuego a los macacos". Pidió en seguida hacer el último disparo de cañón, lo que no le fue concedido.
Mientras tanto, de la batería enemiga situada al N.O. de la plaza continuaban cañoneando a la Iglesia, y en aquel mismo momento un proyectil dio en una casilla de madera contraída en una de sus torres, y que servía para guarecer de la intemperie a los vigías, en la cual se encontraba el jefe de ellos, Capitán Francisco Peña, a quien una astilla de madera le infirió una gran herida en la frente y el carrillo.
Peña bajó aceleradamente de la torre, y corriendo hacia el General Gómez le dijo:
-"Señor General, por la sangre que vierte mi cara de la herida que acabo de recibir, pido gracia para el reo."
-"Sí, Capitán, ya ele ha sido concedida," contestó el General.
El General Píriz y varios otros jefes habían pedido al General Gómez que el reo fuese liberado de la pena. Concedida la gracia, se había convenido en que se llenarían los requisitos de la sentencia del consejo de guerra conduciéndolo hasta el banquillo, donde le sería perdonada la pena capital, como así se efectuó.
Capitulo 10.
El día 20, las fuerzas sitiadoras del General Flores se habían retirado, y sólo quedaba un campamento de fuerzas en observación, compuesto de una escuadra de caballería y el resto del batallón de marina brasilero, situado en el punto donde estuvo emplazada la batería del costado N.O, cuyos cañones, pertenecientes a la escuadra, habían sido remplazados.
Se dispuso una salida en ese día, para atacar el mencionado campamento. Después de organizadas las fuerzas que debían tomar parte en el ataque se puso a su frente el General Píriz.
Salieron de la plaza, entre los cercos y quintas, llegaron hasta las proximidades de la posición enemiga, que no esperaba el ataque.
Fueron cargados y dispersados con bastantes pérdidas, porque no hicieron mayor resistencia. Los asaltantes no tuvieron más de dos o tres más que dos o tres muertos y tres o cuatro heridos.
Una cañonera brasilera anclada en el río y en situación para que sus fuegos defendiesen el campamento hizo algunos disparos con artillería gruesa, pero con tan mala puntería que las balas y granadas no ofendían, pasando a gran elevación del punto donde se habían colocado las fuerzas salidas de la plaza.
El resultado de la operación fue hacer reembarcar a los infantes y abandonar el punto por el escuadrón de caballería. Se trajeron a la plaza como trofeos conquistados, varios estuches con instrumentos de música, dos cajas de guerra y algunos fusiles y víveres que habían quedado en el campo enemigo.
La consecuencia de este hecho fue librar los alrededores del pueblo de enemigos por algunos días; las fuerzas sitiadoras se retiraron y sólo la escuadra brasilera quedó bloqueando el puerto.
Sin enemigos terrestres a la vista, empezamos a hacer excursiones fuera de trincheras para observar los destrozos y saqueos cometidos por los sitiadores, y un poco de curiosidad y mucho atrevimiento nos impulsaron a llegar hasta el puerto.
Las excursiones se hacían sin permiso; por nuestra cuenta y sin orden ni dirección, íbamos como simples merodeadores, armados de fusil. Al principio mirábamos los buques desde lejos, medio ocultos por los árboles y zanjas; pero notando que desde a bordo nos veían y no nos hacían fuego, fuimos acercándonos hasta llegar a la playa.
Los buques brasileros estaban pintados de negro; pero por efecto del humo de la pólvora, tenían la banda por donde habían disparado su artillería, de color gris o blanquecino.
Como quedaban a distancia donde los tiros de fusil con dificultad podían ofendernos, y alentados por el poco caso que hacían de nosotros, empezamos a gritarles: -
"iOh macacos! ¿Por qué no mandan otra vez a tierra sus infantes de marina? Y algunas otras provocaciones por el estilo.
Sin duda le daría lástima usar de su artillería para dirigirla contra ocho o diez muchachos que andaban diseminados por la playa: lo cierto es que no tomaron en cuenta nuestra presencia y provocaciones.
Uno de los tantos, más atrevido, Natalio Pereyra (1) ayudante del Detall de la Guardia Nacional, nos dijo: - Voy a bañarme, y nadando les gritaré de rnás cerca, para que oigan esos macacos".
En efecto, se desnudó, se echo al agua, y nadando fue hasta cerca de una de las cañoneras brasileras, resguardándose con la cañonera española, anclada en el puerto, y de allí comenzó a gritarles.
Don Miguel Horta, vicecónsul español, que se encontraba aislado en el mencionado buque, le increpó su locura y atrevimiento. Bajó enseguida en un bote a tierra, para pedirnos que nos retirásemos, porque bien podían hacernos un disparo con metralla y herir o matar a alguno de nosotros estérilmente, con lo que concluyó aquella loca aventura.
(1) Natalio Pereyra murió después como valiente que era, en la guerra del Paraguay, en una carga de caballería, comandando un Escuadrón de riograndenses y con el grado de Teniente Coronel.
Capitulo 11.
El día 22, aparecieron nuevamente las fuerzas del General Flores, acompañadas por una división de caballería brasilera, mandada por el General don Antonio Netto.
Acamparon a una legua del pueblo, y sólo se aproximaron algunas guerrillas de caballería.
El Capitán Lamela. Que era el oficial designado siempre para estas evoluciones, salió con alguna gente a tirotearlos.
No hubo en ese día ningún encuentro, ni tuvimos pérdidas que lamentar. Esperábamos que en los siguientes días las fuerzas sitiadoras estrechasen el cerco, para intentar un nuevo ataque.
Al día siguiente nos sorprendió que todo el ejército enemigo hubiera desaparecido de sus posiciones, y entre los comentarios del acontecimiento, nos persuadimos de que el ejército del gobierno, al mando del General Juan Saa habría pasado al Norte del Río Negro y se aproximaría a Paysandú para libertarnos.
Hasta abrigábamos la esperanza, en nuestro espíritu retemplado, de tomar el ejército del General Flores entre dos fuegos y sacar mejor ventaja.
En estas dudas de anhelados deseos, pasamos hasta el día 27, en el que se recibieron comunicaciones de Montevideo alentando al General Gómez para que se sostuviera, diciendo que el General Saa se aproximaba con su ejército para socorrernos.
Tan grata noticia la recibimos con muestras del mayor contento; -se tocaron dianas y se vivó con todo entusiasmo el ejército del General Saa, al cual estaba librada nuestra suerte en aquel trance tan apurado de la guerra que veníamos sosteniendo.
Capitulo 12.
Poco nos duró aquella grata ilusión.
En vez de ver la aproximación de las fuerzas amigas que esperábamos con tanto ahínco, se nos apareció nuevamente el ejército de Flores, ya no solo, sino acompañado por el otro brasilero, con fuerzas numerosas de las tres armas, al mando del Mariscal Mena Barreto. Era el día 29.
El 30 estrecharon el sitio, tomando posiciones para establecer nuevamente baterías con los cañones de grueso calibre de la escuadra.
En la noche de este día se sintió desde la plaza un gran movimiento y ruido como de carros, por todo el costado norte, en la línea enemiga. Con el silencio de la noche se percibieron más tarde, desde la Comandancia Militar, ruidos producidos por picos y palas.
Desde mi puesto, que era el fondo de la expresada Comandancia, oí decir al General Gómez: "Deben de estar poniendo en batería algunos cañones".
Luego ordenó al Capitán Enrique Olivera que Saliese fuera de trincheras con alguna gente y fuese a observar, desde le punto más cerca que le fuera posible, a que respondía aquel movimiento en posición enemiga.
El Capitán Olivera cumplió la orden. Unos zanjones que había próximos al lugar del ruido que se quería descubrir y la oscuridad de la noche, le permitieron llegar con su gente a un punto inmediato, donde emplazaban varias piezas de artillería.
Después de observarlos algunos momentos, mandó a su gente hacerles fuego y se retiró a la plaza.
Sabedores nosotros de la operación, observamos atentamente, desde nuestra posición, el resultado de ella, pues quedaba cerca y en descubierto la pendiente de la cuchilla en cuya cumbre se fortificaban.
Vimos los fogonazos de la gente de Olivera, y contestar después de un momento desde la cuchilla.
Después de este reconocimiento, continuaron con el resto de la noche, los ruidos y movimientos que habíamos notado antes.
Capitulo 13.
A todos en nuestros respectivos puestos y prontos para la pelea, nos encontró la aurora del día 31.
Triste aurora para muchos de los nuestros, pues que fue saludada la plaza por una lluvia de fierro y plomo candentes, convertidos en toda clase de proyectiles conocidos hasta entonces: balas rasas, granadas, metrallas, cohetes y balas de fusil.
En cuanto la claridad del nuevo día permitió que se vislumbrase la cuchilla donde habían establecido sus baterías los sitiadores, oí que desde la plaza decían a los sirvientes de las piezas que nos habían quedado servibles en el Torreón: -''iFuego!''
Y conforme sonó el estampido de aquellos cañonazos, nos contestaron con el diluvio de fuego ya mencionado.
Se oscureció nuevamente la claridad del nuevo día en la posición nuestra, con el humo de las granadas que hacían explosión y los escombros del edificio de la comandancia militar, cuyos lienzos de pared se venían abajo.
Treinta y seis piezas de cañón y varias coheteras hacían fuego simultáneo sobre el recinto atrincherado, fuera de la gruesa artillería que funcionaba desde la escuadra.
Las que habían emplazado sobre la Comandancia Militar, el torreón y la Iglesia, eran en número considerable, y nos barría los obstáculos y barreras de resguardo que teníamos.
Cuando amainó un poco el fuego y clareó de nuevo la atmósfera que se había oscurecido, contemplamos la Comandancia Militar toda desmantelada, mostrando los tirantes en descubierto, que se venían abajo.
El Torreón, con agujeros tremendos, como asimismo los muros y torres de la Iglesia.
En igual estado quedó nuestra trinchera, con una gran brecha abierta en el centro, y cubierto de cascotes el local que ocupábamos. No pudiendo contestar al nutrido fuego de cañón que nos hacían, permanecimos en la posición agazapados, esperando que nos trajeran algún asalto con infanterías.
Esto no se produjo en ningún punto de las líneas de la defensa. Se posesionaron los sitiadores de varios locales, calle por medio con las trincheras, pero no intentaron siquiera un asalto.
No aconteció esto con la comandancia Militar, porque el frente de sus trincheras quedaba en descubierto y en descenso por accidentes del terreno, lo que favorecía la posición para repeler a los atacantes; pero en cambio el mismo descubierto la ponía de blanco a la batería emplazada a nuestro frente, la que habiendo ajustado su puntería,
no nos daba un momento de reposo. Teníamos que estar sentados o medio echados en el suelo, porque a una vara de tierra, pasaban la pared las balas y granadas por docenas, originándonos infinidad de bajas. Una de estas causadas en un guardia nacional, Robustiano Díaz, no se borra nunca de mi recuerdo, cuando tengo ocasión de rememorar aquellos sucesos.
Díaz estaba sentado a mi lado; quería mirar a cada momento hacia el punto de la batería enemigas, pero yo se lo prohibía, hasta que en una de sus paradas, a tiempo le tomaba la camiseta, diciéndole impacientado: "Siéntese, cayó desplomado sobre mi cuerpo: se encontraba sin cabeza. En el momento que se asomaba a una tronera, pasó
por aquella una granada, la que dio cuenta de su existencia.
No solamente los proyectiles nos causaban daño; éramos lesionados también por los fragmentos de ladrillos, desprendidos de las paredes con el choque de las balas; quedaron inutilizados varios compañeros con terribles contusiones, y algunos graves, de muerte.
Entre los contusos leves de fragmentos de ladrillos, cayó Rafael Femández García, quien buscando un reparo menos expuesto, en nuestra trinchera, blanco de los tiros enemigos, se sentó en un extremo en que formaban ángulo dos paredes.
Momentos después rodaba por el suelo envuelto en un montón de escombros: una gruesa bala de cañón había dado precisamente en la esquina cuyo punto opuesto había elegido para sentarse; felizmente perforó más arriba de donde el proyectil pudo ofenderlo.
Comeron a levantarlo, creyéndolo desecho; pero estaba ileso: se estrecho arrimo a la pared lo había salvado de la mole que le cayó encima.
Los escombros le habían sacado limpio el casco de un sombrero duro que llevaba puesto, quedándole el ala metida hasta los ojos.
Una vez parado, se sacó aquel estorbo que lo cegaba, y nos dijo mirándolo, dándose recién cuenta de aquel percance:
-Voy a conservare esta ala de sombrero para que mi mujer la guarde de recuerdo.-
El pobre no tuvo el placer de cumplir su deseo; desgraciadamente dos días después, el de la toma, fue ultimado a tiros en calle 18 de Julio, en la vereda frente a la casa de la familia de Don Miguel Horta. Desde nuestra posición no sabíamos lo que pasaba en las demás trincheras.
Como el edificio de la Comandancia Militar había quedado completamente destrozado, y sus ruinas continuaban siendo el punto fijo donde las baterías enemigas dirigían sus fuegos, el General Gómez no volvió más a aquel punto. Cambió de posición, estableciéndose con su estado mayor en la otra esquina de la plaza, en la misma calle
Florida. Sus ayudantes venían de tiempo en tiempo a dar órdenes e informarse de las novedades que tuviéramos; pero desde la vereda, asomados al zaguán, nos gritaban, porque por aquel pasaje, como quedaba en alto, no se podía transitar; de hacerlo se quedaba expuesto a quedar tendido en el pavimento.
En la noche supimos que el General Píriz, con un puñado de valientes, dio un asalto a la bayoneta ese día, desalojando de la Aduana a las fuerzas sitiadoras que se habían posesionado de aquel edificio, el cual quedaba calle de por medio con nuestra línea de defensa.
Fue un acto de desesperado arrojo, propio aquel denodado hombre de guerra.
Toda la noche, con más o menos intermitencias, duró el fuego de fusil, y de a rato en rato oíase algún cañonazo dirigido sin rumbo.
En nuestra trinchera y en todas las demás, nos ocupábamos de tapar como podíamos, con bolsas de tierra y sacos de lana, las brechas que nos habían hecho durante el día.
Buscamos qué comer, porque no habíamos probado bocado desde el día anterior; pasados los grandes peligros de la dura jornada, los estómagos, pedían algún alimento.
Capitulo 14.
La luz del nuevo día clareó el firmamento.
El fue comienzo del año 1865, y para muchos de los sitiados y sitiadores marcó el final de su existencia.
Recomenzó el fuego terrible contra nuestras posiciones, a cañón y fuera del alcance de nuestros fusiles.
Viendo los sitiadores que la plaza era el punto menos accesible para un asalto, concentraron la mayor parte de sus fuerzas al ataque del extremo Oeste de la defensa, dirigiendo sus fuegos y trabajos de zapa a las trincheras ubicadas en la esquina del Banco Maúa y Jefatura de Policía.
Tomaron posesión de los edificios del frente (calle por medio), iniciándose un combate casi cuerpo a cuerpo, a bala de fusil, y fue en esos puntos donde se peleó más reciamente en todo ese día.
A la tarde, el General Píriz hizo colocar uno de los cañoncitos que quedaban servibles en la bocacalle 18 y Montevideo, para hacer fuego sobre un edificio al Norte, del que los sitiadores se habían posesionado.
Personalmente indicaba a los sirvientes de la pieza adónde debían dirigir la puntería, estando él, a pedido de los mismos, haciendo el aparato de resguardarse, en el hueco de una de las puertas de la casa de la señora Justa rocha.
Al cabo de un rato, una bala de fusil vino a herirlo mortalmente en el vientre.
Fue levantado inmediatamente por sus subordinados y llevado a la casa de la señora Carmen Laserre, donde falleció esa misma noche.
En el costado Este, ese día fue herido mortalmente el Coronel Emilio Raña por una bala de fusil. Esto ocurrió en el corralón donde estaban situadas las fuerzas de su mando, y en momentos en que las alentaba para que no decayesen de su estoico coraje.
En la comandancia militar, diseminados entre escombros, y sufriendo las descargas de artillería, esperábamos que por momentos trajeran alguna carga formal de infantería a nuestras trincheras.
La guarnición de las trinchera de la otra esquina sufría iguales descalabros que la nuestra, lo mismo que los que defendían la Iglesia, cuya posición mandaba el Mayor don Belisario Estorba.
Este tenía un pequeño cañón, con el que, desde una ventana de la sacristía, hacía algún disparo, el cual era contestado con una descarga de granadas, metralla y bala rasa.
La ventana aludida quedaba en un alto; calle por medio, abajo, estaba la trinchera que llamábamos de la "Artillería", entre cuyos defensores formaba parte el malogrado Felipe Argentó.
Después de cada descarga de la artillería enemiga, contestando el cañoncito de Estorba, oíamos desde nuestra posición la voz de Argentó, que decía: "Comandante Estorba, déjese de hacernos despedazar con su cañoncito, que no les hace daño; alguno; en cambio nos crucifican a nosotros que estamos acá abajo".
El pobre Argentó predecía lo que iba a acontecerle, pues que estando sentado con otro sobre un madero, una de las tantas balas de cañón que cruzaban vino a llevarle ambas piernas, sucumbiendo pocos minutos después. Parecía que el proyectil aquel fuera destinado solamente a una persona, pues que ninguno de los otros compañeros que estaban sentados junto a él, fue tocado; aconteciendo que el proyectil ni los tomó frente sino sesgo.
El Teniente de Marina Lizardo Sierra vino a traernos la infausta noticia, la que nos causó la impresión consiguiente, pues hacía pocos momentos que le habíamos oído pedir a Estorba que cesara de hacer fuego con su cañoncito.
"Una de las balas de cañón echó abajo la bandera que flameaba en la media naranja de la Iglesia. El valeroso Teniente Ensina, cruzó por la bóveda de la nave principal de la mencionada Iglesia, subió por la escalera de la media naranja que quedaba en descubierto, y colocó de nuevo la bandera. Durante todo el tiempo que duró esta operación, le dirigieron toda clase de proyectiles, los que no interrumpieron en lo más mínimo su intento. Cuando bajó, al cruzar de regreso la bóveda de la nave, una bala de cañón horadó a esta a sus pies; la conmoción sufrida en el piso que cruzaba, lo hizo tambalear, pero él siguió con paso tranquilo hasta la extremidad por donde debía bajar. (1)
Algunos de los artilleros de la batería enemiga ya habían concretado a echar abajo la torre derecha de la Iglesia; y como a tan corta distancia hacían fuego sin molestados, ajustaron el tiro a la torre, hasta que dieran con ella en tierra.
(1) Este joven oficial fue victima, más tarde, de nuestras continuas luchas civiles. Murió en la revolución del año 1870, llamado por Aparicio. Cruzando con una partida el río Tacuarembó Grande, unos matreros ocultos en el monte les hicieron una descarga de fusilería. Una bala le fracturó una pierna, y a consecuencia de la herida murió a los pocos días en la Jefatura de Policía de Tacuarembó.
Desde nuestra posición, sentados en el suelo observábamos los blancos que hacían en el muro, vimos cuando se desprendió primero lentamente aquella mole, para precipitarse después en el espacio.
Una gritería del enemigo, saludó el hecho, el que no causó ningún daño porque no había nadie en ella.
Hacía dos días que no comíamos, y debido a la inacción en que nos encontrábamos, empezó a apurar nuestros escuálidos estómagos el deseo de algún alimento.
Nuestro jefe, el Mayor Torcuato González, tenía de asistente a un negro, que era el cocinero de su establecimiento de campo.
Le ordenó que matara unos patosa que había en al comandancia y los sancochase, para satisfacer con su carne el hambre que nos apremiaba.
Se mataron los patos; pero después de la consumación del sacrificio de aquellos palmípedos, una bala de cañón sacrificó a la vez al cocinero quien, después de poner agua a calentar para desplumarlos, se había tendido tranquilamente en la tierra, y en aquella posición, dormido, vino el proyectil a sumirlo en el sueño eterno.
Quedaron los patos muertos, sin que nadie se acordase de continuar la faena de cocina comenzada por el pobre negro.
Al cabo pasó el terrible día, dejando huellas sangrientas por todos lados.
En mi trinchera pagaron tributo a la patria con su vida, cuatro o cinco entre oficiales y soldados.
En cuanto llegó la noche, se presentó un ayudante del General Gómez a citar, de parte de aquel, al Mayor González, para que concurriera a un Consejo de jefes, que tendría esa noche en la Jefatura de Policía, no sé cual sería la forma que revistió la discusión en aquel Consejo de jefes, que tuvo lugar momentos después. Pero el asunto principal fue tratar con el enemigo sobre la rendición de la plaza en virtud de no ser posible continuar resistiéndonos, no solamente por la falta de municiones y hombres, porque de los defensores de la plaza, habían quedado casi la mitad de ellos fuera de combate entre muertos y heridos, sino también porque los que quedaban, estaban poco menos que exhaustos de fuerzas, debido al cansancio originado por los días con sus noches de continua lucha, sin alimentarse ni dormir.
Cuando volvió el Mayor González al lugar de su mando, me impuso solamente de que por deliberación del Consejo, se había resuelto mandar aquella misma noche una nota al General Flores, pidiendo una tregua para recoger heridos y enterrar nuestros muertos, -
habiéndose designado para ser conductor de aquella al Coronel don Atanasildo Saldaña, jefe adicto a las fuerzas sitiadoras, que había sido tomado prisionero, con anterioridad al sitio, en un encuentro habido en la campaña del departamento;- que el General Gómez se oponía a una rendición incondicional; expresándose el Mayor González, más o menos en estos términos: "El viejo está encaprichado en seguir la pelea, y ya no podemos resistir porque no nos queda gente para defender las trincheras."
Nos dijo también que el General Gómez había ido a ver al General Píriz, quien moriría quizás aquella misma noche, de resultas de su herida, pero que le había recomendado concretara todos los esfuerzos a la defensa del costado Oeste (calle 18 de Julio y Jefatura de Policía), que era el punto donde el enemigo había concretado el mayor número de fuerzas para el ataque. El comisionado salió esa noche fuera de trincheras por la Jefatura, con la nota aludida.
Volvió horas después con la contestación, en la que no accediendo los sitiadores a lo solicitado, se intimaba la rendición de la plaza sin condiciones, ofreciendo respetar la vida de los heridos, de los jefes y oficiales que encontraran dentro del recinto de la defensa.
En esa madrugada, en momentos que contestaba esta nota en el Cuartel de la Guardia Nacional, fue tomado prisionero el General Gómez, conjuntamente con los jefes y oficiales que lo rodeaban, por un jefe brasilero que había penetrado hasta allí con algunas fuerzas, sin que se le opusiera ninguna clase de resistencia.
Capitulo 15.
La noche del lo al 2 de enero, la pasamos en nuestra posición como las anteriores, en vela, tendidos en tierra, con el oído alerta, esperando que el enemigo avanzara para asaltar el muro donde nos resguardábamos. Al amanecer empezó el fuego de cañón desde la batería que teníamos a nuestro frente, pero las fuerzas de infantería permanecían
distanciadas, fuera del alcance de nuestros fusiles.
Nuestro comandante, Mayor González, había ido a informarse del resultado de las negociaciones entabladas con el enemigo, y desde el punto donde se encontraba el General Gómez, mandó un ayudante con la orden de que pusiéramos bandera de parlamento en nuestra trinchera. Los cañones enemigos suspendieron en el acto el sus fuegos, y la infantería brasilera, que eran las fuerzas que teníamos al frente, empezaron a moverse, acercándose a nuestra posiciones.
En virtud de este avance, mandamos pedir órdenes sobre la actitud que deberíamos tomar. Se nos contestó que saliéramos de nuestras respectivas trincheras a la plaza, pusiéramos las armas en pabellón frente a cada una de ellas y formados esperásemos órdenes.
Habiendo quedado nuestras defensas desguarnecidas, las fuerzas brasileras traspusieron los muros despedazados por el nutrido fuego de cañón que nos había estado haciendo; y en el mayor orden, sin decimos una palabra, nos rodearon, haciéndonos sus prisioneros. Los soldados comentaban, con palabras elogiosas, el escasísimo número de defensores (éramos allí, quince oficiales y tropa), que habían sostenido el ataque durante tanto tiempo, desde aquellos escombros.
Momentos antes de este hecho, las fuerzas que quedaban pertenecientes a la defensa, habían recibido orden de concentrarse en la plaza.
Venían éstas por pelotones, desarmados, a agruparse en el centro de ella; cabizbajos, pero serenos, con la conciencia de que habían cumplido para con la patria su más estricto deber; actitud que respetaban los vencedores, principalmente los que pertenecían al Ejército Brasilero, que fueron los primeros que penetraron a la plaza, rodeando en seguida los diversos grupos que se encontraban allí, haciéndolos sus prisioneros.
En ese mismo instante fue arriada la bandera oriental que flameaba en la cúpula de la media naranja de la Iglesia, y enarbolado en sustitución de ella, el pabellón auriverde brasilero.
El acto éste me conmovió de una manera intensa, viendo que nuestros mismos conciudadanos por divergencias políticas o de mando, eran cooperadores en la humillación de nuestro emblema patrio, al que habíamos defendido con tanto tesón, haciendo caso omiso de nuestras vidas, ofreciéndolas en el holocausto.
Estando así rodeados, se presentó ante nosotros el Almirante de la Escuadra Argentina don José Muratore, con un pequeño latiguito en la mano, acompañado de su secretario, don José M de las Carreras.
Empezó por exhortarnos a que no tuviésemos dudas de que nuestras vidas serían respetadas.
-"Ustedes son dignos de todo respeto, nos dijo: se han conducido con un valor extraordinario, y, en mi carácter de Almirante de la Escuadra Argentina, garanto de sus vidas y personas."
En ese momento llegó a la plaza el Coronel Gregorio Suárez, seguido de un numeroso grupo de ofíciales y soldados.
Iba a cabailo, llevando la bandera oriental de la Compañía Urbana del Departamento, que la habría tomado de la Jefatura de Policía, donde se encontraba. Cuando se aproximó a nosotros, nos gritó, enfurecido, las siguientes palabras, que nunca se han borrado de mi mente: "icobardes, infames; mire que gritarles macacos a una nación honrada! ... Si no fuera por el Almirante Muratore, los mandaba a fusilar a todos ahora mismo".
El Almirante Muratore, con palabras comedidas, pero fuertes, expresó "icoronel! Está ante prisioneros rendidos y desarmados que las leyes de guerra respetan, y son además, dignos de toda consideración por el arrojo y valor de que han dado pruebas".
Acto continuo, el Coronel Suárez se dirigió al Capitán Enrique Olivera, que se encontraba a corta distancia, y a quien un amigo suyo, que militaba en las filas contrarias, le había puesto su sombrero, el que llevaba la divisa colorada:
"¡Y tú, bandido, asesino con la divisa del ejército Libertador!" e inclinándose sobre la cabalgadura como para darle un golpe de lanza con la moharra del asta de la bandera que llevaba en la mano, se contentó con darle un golpe en la cabeza, ordenándole con denuestos, que se quitase la divisa.
El Almirante Muratore, comedidas pero fuertes, volvió a increparle su violencia, diciéndole que el General Flores había puesto bajo su salvaguardia los prisioneros rendidos. En seguida se dirigió a un oficial muy mal entrazado, que se acercaba a nosotros sable en mano, diciéndole: "Señor oficial, señor oficial, envaine usted su espada, la que no debe deshonrarse contra valientes desarmados." Entonces el Coronel Suárez cambió su actitud de tigre enfurecido, y dirigiéndose al Almirante le dijo: -"Es una cobardía haberse rendido con muchachos tan valientes! ; y desapareció de nuestra presencia seguido de parte de los que lo acompañaban, quedando nosotros rogando paras que no volviera más al punto donde nos encontrábamos.
En medio de aquel tumulto de soldados de los ejércitos brasilero y revolucionario, apareció la señora Rosa Rey de González, con una toalla enarbolada en un palo de escoba, seguida por su madre, doña Isabel Rey y una sirvienta.
Exhortaba a los vencedores a la clemencia para los vencidos, se mezclaba en todos los grupos, hasta que dio con su esposo, que se encontraba en uno de aquellos.
La señora Isabel Rey no se contentó con acompañar a su hija a aquel acto de verdadera abnegación: fue en seguida a recorrer los demás pelotones de prisioneros, para ver si encontraba a sus hijos y demás conocidos que quedaban con vida.
Encontróme en uno de ellos, se acercó, y dándome un manotón me quitó el sombrero de la cabeza diciéndome: "Pero muchacho, no te has quitado la divisa". Efectivamente, la llevaba aún puesta.
Algunos músicos de nuestra banda se agruparon en la verja que circundaba la mutilada pirámide de la Libertad que existía en el centro de la plaza, y comenzaron a tocar dianas.
Me impresionó aquel acto, sugerido por el temor ante el peligro que corrían sus vidas, o por festejar el éxito, aún cuando los ejecutantes eran los vencidos.
Mientras tanto, sacaban de un grupo de prisioneros, allí inmediato, a un Teniente Arcas, del Batallón "Defensores", -joven, alto, algo grueso, blanco y rubio-, para ultimarlo en un corralón que daba frente a la plaza, al lado de la casa en construcción de Argentó.
El Teniente Arcas, al pasar a cierta distancia nuestra, nos dirigió una mirada de desolación como diciéndonos: "A Dios, que él los salve a ustedes; yo voy al sacrificio".
Momentos después se oyeron las descargas que concluyeron con la vida de este oficial y algunos otros mártires del deber, que nosotros no vimos conducir a aquel paraje, elegido para sacrificios.
Hubo también actos de cariño personal, recordando entre varios a Eduardo Olave, que sacó del brazo de un grupo de prisioneros a su amigo el Capitán Adolfo Areta, y no lo abandonó hasta dejarlo en salvo.
Estas son las lecciones que se cosechan en el mundo, en lo que pasa en todo lo que es humano, y que quedan impresas en la mente de los que han pasado por tales trances.
Dios permita que no vuelvan jamás a repetirse en mi patria hechos de igual naturaleza.
jQue la civilización inculque otras ideas a mis conciudadanos, borrando de su impetuoso espíritu enconos de exterminio partidario, humanizando las luchas civiles!
Capitulo 16.
Algunas horas después, nos sacaron a todos de la plaza por el extremo Este de la calle 18 de Julio.
Salimos al recinto atrincherado por el corralón que había guarnecido a las fuerzas al mando del Coronel Raña; se nos condujo fuera de la población, haciendo alto en los alrededores del edificio llamado entonces "azotea de don Servando Gómez", en el cual dejaron un grupo de prisioneros; los demás, quedamos en el campo con guardias, separados por pelotones.
Se hicieron fogones, trajeron carne, -la empezaron a devorar apenas caliente-.
Al cabo de un rato de estar en el grupo donde me encontraba, se presentó un ayudante del General Flores, acompañado de un oficial y algunos soldados de Caballería brasilera.
Preguntó el primero en voz alta: ¿No se encuentra aquí prisionero Orlando Ribero?
Sí, aquí estoy, contesté; sin ocurrírseme sospechar el objeto de aquella pregunta.
El ayudante hablaba en aquel momento con el oficial de la gente que nos custodiaba, y al acercarme, se dirigió a mí, diciéndome: "Vaya con el señor", indicándome el oficial brasilero.
Este había hecho desmontar a uno de los soldados, y significándome que subiera en aquel caballo, agregó: "Lo he andado buscando por todos los grupos de prisioneros".
"Y ¿Dónde me lleva?". Al campamento del Coronel Victorino Monteiro, su pariente".
Recién me di cuenta de que el objeto de la busca era para libertarme; pues que, después de tantas zozobras y peligros, queda uno insensible, sin que los hechos subsiguientes le llamen mayormente la atención.
Yo no sabía nada de mis demás hermanos: sólo a Máximo había visto en la plaza, en el primer momento de caer prisionero. Este me dijo: "Es mejor que cada uno vaya por distinto lado; yo voy a incorporarme a un grupo de oficiales; quédate tú aquí. Es mejor correr nuestra suerte separadamente".
Llegado que hube al campamento del Coronel Monteiro, me encontré allí con Máximo, Atanasio y Rafael, con quienes se había procedido de la misma manera que conmigo, buscándolos para llevarlos a aquel refugio seguro. Allí supe la suerte que había cabido a nuestro hermano Pedro muerto en la madrugada de ese mismo día, momentos antes de entregarnos.
Ocurrió, según narración de Rafael, que era su ayudante y testigo presencial del hecho, de la manera siguiente:
Esa madrugada fue herido mortalmente le jefe de la línea Oeste, Coronel Tristán Azambuya, en la casa frente al Banco Maúa.
Cuando el General Gómez tuvo conocimiento del suceso, ordenó al Teniente Coronel Pedro Ribero se hiciese cargo de esa línea, extendiendo su acción de mando, puesto que estaba a su cargo la que correspondía a la Jefatura de Policía.
Conforme recibió la orden, pasó, por un boquete hecho en una de las paredes de la Jefatura a la casa llamada "Ancla Dorada”, para pasar por sus fondos a la casa que hace esquina a la calle 18 de Julio, donde había sido muerto el Coronel Azambuya.
Cuando recorría este último trayecto, le hicieron una descarga desde la azotea de enfrente, de la que se habían posesionado fuerzas brasileras. Cayó muerto instantáneamente herido por una bala que le entró en el estómago, yendo a incrustarse en la espina dorsal.
Rafael, que iba procediendo a corta distancia, no tuvo más tiempo que el necesario para levantarlo, ayudado por otros compañeros, y depositarlo en una pieza de la casa "Ancla Dorada", retirándose a la Jefatura, donde estaba Atanasio, a quien le participó el infausto acontecimiento, en momento que recibía la orden de poner bandera de parlamento; cesando por este hecho el fuego mortífero que de parte a parte se sostenía.
Momentos después, habiéndose entablado conversaciones entre sitiados y sitiadores, reconociéndose algunos amigos que militaban en distintas filas, Atanasio se dirigió a la Comandancia Militar, para poner en conocimiento del General Gómez lo que pasaba.
Llegado que hubo a la casa de Iglesias, cuartel de la Guardia Nacional, donde se encontraba el General Gómez, refiriéndose en pocas palabras lo ocurrido. Tenía éste una nota en la mano, y le dijo por toda contestación: "Siéntese para contestar esta nota".
Atanasio empezó a escribir con mano alterada de lo que él le dictaba, en momentos que entraba a la plaza Ernesto de las Carreras.
El General Gómez pidió entonces a Carreras que escribiese la contestación a la nota aludida.
Había empezado a hacerlo, cuando se presentó un Comandante de las fuerzas brasileras rodeado de algunos oficiales, quien intimó al General Gómez que se entregase prisionero.
Este objetó que estaba contestando la nota del General Flores y almirante Tamandaré, por la cual pedía condiciones para la entrega de la plaza.
El Comandante le contestó;
-¡''General Gómez, ya no hay tiempo para eso; yo le intimo se entregue prisionero, dándole garantías para su vida y la de todos los jefes y oficiales que lo acompañan!
El General Gómez dijo entonces:
-Bien, señor oficial, me entrego prisionero, y sólo pido garantías para los valientes que me han acompañado en la defensa de la integridad de la patria. Para mi no pido nada: quedo sujeto a las leyes de la guerra".
Salió de allí el General Gómez con un grupo de jefes y oficiales, todos prisioneros, custodiados por fuerzas brasileras al mando del mencionado Comandante, que tuvo la prelación de este hecho. Tomaron por calle 18 de Julio, con dirección al puerto.
Iban en marcha, cuando se presentó el Comandante Belén pidiendo la entrega de los prisioneros, invocando órdenes del General Flores y Coronel Gregorio Suárez.
El jefe brasilero se resistió al pedido, alegando que eran sus prisioneros de guerra.
Estando en estas alegaciones sobre mejor derecho, uno y otros jefes, se dirigieron al General Gómez, preguntándole que de quiénes prefería ser prisionero: si de los brasileros o de los orientales.
El General Gómez impulsado sin duda por uno de sus tantos rasgos de patriotismo, contestó, más o menos:
-"Prefiero ser prisionero de mis conciudadanos, antes de que de extranjeros."
A raíz de esta declaración, las huestes que acompañaban al Comandante Belén se hicieron cargo de aquel grupo de valientes, que iban a ser sacrificados horas después.
Continuaron la marcha, doblando por la calle Comercio, para detenerse en la trinchera que existía en la esquina de la calle 8 de Octubre, junto a la casa de Sacarello.
Allí demoraron un largo rato, esperando órdenes, según decía Belén.
En este intervalo de tiempo, se disgregaron algunos de los prisioneros, sacados de aquel grupo por amigos que militaban en las fuerzas contrarias, entre ellos el Mayor Belisario Estomba, quien debido a esto, salvó su vida, como igualmente los demás que tuvieron la suerte de encontrar quienes los sacasen de aquel grupo destinado a ser
sacrificado:
Al cabo apareció un ayudante, o jefe, quien trasmitió órdenes en voz baja, siguiendo después la marcha calle 8 de Octubre abajo, hasta nuestra casa paterna, situada en la misma esquina, a Treinta y Tres.
Esta casa tenía dos cuerpos; uno lo formaban un almacén y dos piezas, con frente a la calle Treinta y Tres, y a su fondo, en la misma, un patio con cochera y caballeriza.
El segundo cuerpo era la casa de familia, con frente a la calle 8 de Octubre; su zaguán daba entrada aun patio en cuya extremidad se encontraba el comedor, con un corredor sostenido por columnas, teniendo éste comunicación por sus extremos, por un costado al patio de la cochera y por el otro a un huerto o jardín. Llegados los prisioneros que habían quedado reducidos a cinco, a esa casa, los instalaron en la caballeriza.
Momentos después, vino otro jefe, Comandante, García, sobrino del Coronel Suárez, y pidió al General Gómez que lo acompañase.
Fue conducido al comedor, donde se hallaba reunido un titulado consejo de guerra (1).
De allí fue sacado momentos después y llevado al huerto, donde fue fusilado contra la pared de la casa que daba frente al Oeste, al costado izquierdo de la salida.
Se dijo luego, que el General Gómez, en aquel solemne momento, había depositado en manos del Comandante Belén su reloj, para que lo hiciese entregar a sus hijos; pero el Comandante Belén afirmaba después, que el General Gómez se lo había donado, a su solicitud, en señal de recuerdo.
Los otros cuatro, compañeros que habían quedado en la caballeriza, supieron la suerte que les esperaba, cuando oyeron las descargas. Seguidamente vino el mismo jefe, en busca de otro.
Se dirigió al Comandante Eduviges Acuña, que era a quien tenía más cerca.
Entonces se adelantó el comandante Braga, diciendo: -"A mí me toca primero, porque tengo mayor jerarquía militar" y con paso firme, siguió el mismo camino por el que habían conducido a su antecesor, sintiéndose luego otra descarga.
En el mismo orden vinieron después en busca del mencionado Comandante Acuña y Capitán Federico Fernández.
Este último llevaba puesto un poncho de verano; se lo quitó, como también la blusa, y alargando estas prendas a los soldados que los custodiaban, les dijo: "Tomen esto, que a mí ya no me servirá, y así se evita de que queden estas ropas agujereadas y manchadas con sangre".
El último que quedó de los cinco fue nuestro hermano Atanasio, testigo presencial de la hecatombe.
Cuando le tocó el turno, se puso en marcha como los demás, pero su conductor, en vez de llevarlo por el corredor que daba acceso al comedor, lo hizo entrar a las piezas contiguas al almacén de la esquina y allí le dijo: - "Estaba pensando en si salvaría a usted o a ese otro mozo que acaban de fusilar; me decidí por usted al verlo tan joven.
Sacólo a la calle por una de las puertas de la esquina, en momentos que pasaba un grupo de prisioneros con dirección al puerto, conducidos por fuerzas brasileras.
(1) Después, por referencias del Coronel don Eustaquio Ramos, supe que don Isaac de Tezanos se encontraba ente ese grupo de ajusticiadores.
Lo entregó a éstas, pero exigió después que le diesen en cambio otro de los prisioneros que llevaban, pues que debía de dar cuenta del número de los que le habían entregado.
El oficial brasilero no quiso acceder a tan inusitado pedido, previendo el bárbaro fin que tendría el infeliz sustituto, si llegaba a entregarlo. Siguió incontinenti con sus prisioneros hasta el puerto.
Allí después de tan desesperada odisea; fue donde encontró el ayudante del Coronel Victorino Monteiro, encargado de conducirlo a su campamento, si lo hallaba con vida.
Los cuatro cadáveres de los jefes fusilados, fueron sacados del huerto y puestos en fila en el patio de la casa.
Nuestro padre entró a ella horas después y se encontró con aquel espectáculo.
Al cadáver del General Gómez le habían cercenado la larga pera que usaba.
Volvió después, con el propósito de darles sepultura en la misma casa, como lo había hecho con su hijo Pedro, en el corralón al costado de la Jefatura; pero ya nos los encontró: los habían conducido al cementerio, arrojándolos al osario general, confundidos con infinidad de otros hacinados allí.
Capitulo 17.
El Coronel Monteiro nos hizo manifestaciones de cordial aprecio, lamentando la muerte en último instante de nuestro hermano Pedro, que era el único de todos nosotros que conocía.
Como primera providencia, nos hizo preparar un buen asado, el que devoramos acompañados con fariña seca. Estando nuestro espíritu más tranquilo, un apetito desordenado sintieron nuestros vacíos estómagos, y una vez satisfecha aquella necesidad, nos entregamos a un sueño reparador de nuestras fuerzas.
Para el efecto, el Coronel Monteiro había hecho tender bajo unos árboles varias caronas y otras piezas de recados, y allí nos tiramos los cuatro, quedando casi instantáneamente dormidos.
Muy avanzada ya la noche, se despertó Máximo. Llamóle la atención ver un número considerable de centinelas amados rodeaban nuestro campo de descanso.
Entonces el Coronel, que había hecho tender su cama de campaña a nuestro lado y que estaba despierto, le dijo: "No se alarme; he procedido a tomar esta medida de seguridad, porque se ha allegado al cuerpo de guardia una partida de gente perteneciente al ejército del General Flores, preguntando si en el campo de mi mando había algunos prisioneros. Como no sé el objeto que los ha traído con esa misión a altas oradse la noche, he hecho reforzar las guardias, y, por aditamento he ordenado que cuiden nuestro sueño un buen número de tiradores.
Permanecimos tres días en el mencionado campamento, por indicación amistosa del Coronel Monteiro, quien creyó que no era prudente acercamos al puerto para embarcamos mientras no se pusiera coto a los desmanes de la soldadesca, entregada a toda clase de desórdenes y pillaje.
Una vez desaparecidos aquellos inconvenientes, fuimos acompañados por aquel caballeresco jefe, varios oficiales y una escolta, hasta el puerto, embarcándonos en una lancha que nos llevó a bordo del buque de guerra argentino "Guardia Nacional".
Allí encontramos a varias personas conocidas, entre ellas a don Benito Chain, don Anacleto Trigal y otros, los que nos abrazaban y felicitaban por haber salido con vida e ilesos de tan tremendos y desiguales combates.
Estaba allí también don Eleuterio Mujica, autor del cercenamiento de la pera de don Leandro.
Supe que este señor había cometido el hecho poco culto de usar aquel despojo del héroe en forma de pincel, pasándolo por la cara de varias personas que se encontraban a bordo del "Guardia Nacional".
Cuando lo supo el Almirante Muratore, le increpó aquel acto de poco respeto a reliquias que debían ser sagradas para todos aquellos que habían presenciado la entereza del héroe sacrificado.
Mujica se disculpó aduciendo que había sacado aquello del cadáver para enviarlo a la familia del muerto. Nunca oí decir que tal cosa hubiese sucedido.
FIN